Si por mí fuera me quedaría toda la vida en Buenos Aires, aunque no aguante la pedantería de muchos porteños o la excesiva burocracia que contamina hasta la insignificante compra de un limón a medio día para refrescar mi soda. Está también la mafia de taxistas que siempre intentan robarte y las desventajas de vivir en un país donde el cliente casi nunca tiene la razón. Puede ser bastante fuerte vivir aquí, pero me lo banco, lo soporto para vivir la rica vida cultural de estos buenos y truculentos aires. Para haber sobrevivido varias dictaduras militares e implosiones económicas, los argentinos tienen que tener una mentalidad abierta hacia la creatividad. Crean y recrean cuanta cosa imaginable y aunque lento, salen poco a poco de sus problemas.
Yo me quedo por eso y, claro está, por sus librerías, la majestuosidad de sus edificios, la amistad de los grandes amigos que hice, sus maravillosas verdurerías y sus restaurantes internacionales. Buenos Aires todavía es una ciudad borgesiana en lo inverosímil, storniana por su tragedia y cucurtiana por su amalgame de lenguas, bailes y bebidas.
En mis últimos dos días en Argentina ya me sentía como un fantasma en la ciudad porque me di cuenta que la ciudad no me pertenecía. Creí que lo hizo durante los cuatro meses que la viví (y me perdí en ella, como uno se pierde entre las sutilezas de un cuerpo de mujer), pero como todo lo que creemos que nos pertenece, al final vemos que la realidad es otra y que lo único que nos pertenece son las ilusiones que nos creamos sobre las cosas.
Ahora en el avión rumbo a Lima, Buenos Aires queda como una estampa. Cuatro meses y sus vivencias quedan plasmadas en un collage instantáneo en la mente: allí está Buenos Aires, entre ceja y ceja, corazón y pulmones y boca y estómago. "Volveré y seré millones" en la ciudad de la furia.