martes, 11 de octubre de 2011

Mirar a Miraflores I


Ahora resulta que Miraflores soy yo. Lo escribo con la mayor humildad que caracteriza a aquel que se nombra a sí mismo a un puesto imaginario o, en el mejor de los casos, al que se reconoce en la locura de un acto natural de apropiación.

Yo soy Miraflores porque camino sus calles, le pregunto a sus habitantes, busco en su historia para saber por qué es una ciudad heroica, y me trepo en sus taxis y micros. Rodeo sus esquinas con la esperanza de toparme con algo no nuevo (pocas cosas son nuevas en Lima), sino desconocido.

Yo soy Miraflores porque hay mar y no porque me crea un monarca absolutista cuando escribo: ¿y qué es un mar sin su sol? Soy también sol. Caribeño. Antillano. Pero un sol para mí mismo, puesto que saco de las sombras a una ciudad transitada hasta el cansancio.

I. Café para empezar

Son las cuatro de la tarde y me doy el lujo de soñar con un capuchino. No estoy ni en Italia ni dentro de un escaparate para que la gente juzgue mis gustos. Lo pedí porque es el café más grande y el que más me durará mientras espero porque, en el principio, sí, esperé (y a mí me gusta esperar. Mucho.)

Espero y saco la Moleskine y este bolígrafo con que escribo. Pido el capuchino y me pongo a ver a la gente pasar por la vereda de en frente. Adentro, el Haití aguantaba las mentiras de sus comensales, las exageraciones de sus vidas, sus sueños imposibilitados de realizarse. Adentro, en el café, el tiempo se vendía más barato que un postre.

A través de las ventanas del Haití
http://www.wikilima.com/mediawiki/index.php?title=HAITÍ,_mucho_más_que_un_café

Por las ventanas atisbaba a ver a un Parque Kennedy poblado de jóvenes que salían de su primer trabajo para ir a su segundo. En esa espera, el celular era el objeto omnipresente en cada mano, en cada oreja. Los que se paseaban frente al Haití, más bien, fijaban su mirada a un horizonte escondido por las edificaciones de la ciudad (al final del acantilado sobre el que está construido una parte importante de Lima, está el Pacífico) o, tal vez, a la misma acera por donde caminan para evitar tropezarse con un hueco, una piedra o un charco de agua sucia. La rapidez con la que caminan me hace pensar en seres automatizados e insensibles, máquinas que se dirigen a su destino por un imperativo mayor y no por una decisión íntima.

Yo, automatizado, también escribo. Y observo. Primero, sin prestar mucha atención al gordo que está sentado a mi lado derecho o al flaco sentado a mi izquierdo. Cuando el mozo llega con el café, torpemente alcanzo a pedir una botella de agua con gas. Torpemente, escribo, porque a pesar de yo ser Miraflores, de ser un sol, mi voz sale como un gesto neonato; mis palabras, como sílabas sin pólvora.

La fugaz hermosura de un verso que nos cambia la vida.
http://elcomercio.pe/lima/725634/noticia-cambia-casa-virrey-deja-san-isidro-se-muda-miraflores

Mi espera es por un amigo que conocí en 2003 en una biblioteca. Otro escritor más que apuesta por las cosas menos concretas de la vida: la fugaz hermosura de un verso que nos cambia la vida. Y antes de que llegara el agua, mi amigo poeta me saluda desde la calle y hace su entrada absurdamente triunfal al café más icónico de Miraflores, con su sudadera puesta y su cara descompuesta como la de un enfermo terminal.

De esta forma ha comenzado mi primavera austral.

(Continuará...)

La tribu errante