sábado, 24 de abril de 2010

A, C, D, E y F (de una serie que sigue sin titular)

A

Me fui del país por medio año para medio olvidar mis miedos y errores. Soy, de verdad, un fiasco envuelto en angustias e ilusiones. Camino, por ejemplo, y me creo que una pluma traza la dirección de mis pasos. Pasos que a pesar de mis viajes, me han vuelto a dirigir hacia los pies de A. y a su cruda realidad llena de estrepitosas carnes y olores prohibidos. Sobre éstos --aunque parezca imposible-- escribo los versos más cortos y las intenciones más largas.

Soy un personaje de novela (me digo), de historia (otros me dicen), porque me creo las mentiras que yo mismo plasmo sobre el papel que me ha regalado (A. me dice que solamente prestado) mi autor.

B (haga click sobre la letra)

C

Hay una paloma que vuela sobre el instante en que Hiram le cuelga a Sofía. Hemos terminado, le dijo. ¿En serio, eso quieres? Sí. Y ese sí estuvo acompañado de toda la felicidad del mundo. Sí y el sonido opaco del fin de una llamada.

Hiram camina confiado sobre el precipio que su voz ha creado. Le quedan A., Vanessa, Raquel y Marcos. Volverán a los bares de antes, a las mañanas frente a la mesa emplegostada del cuarto en la San Justo con la Sol, a los desayunos almorzados en La Bombonera junto al pastelillo que irradia una combustión interna de guayaba angelical que siempre comparte con A. en los bancos de la Plaza de Armas mientras tratan de ver a la sombra de Santini asomarse como una nube negra (sé que es su sombra, dice A., cuando me caga una paloma en la falda) entre los arcos de la Alcaldía.

Los adoquines se ven resbalosos gracias al sudor que le sale por las axilas, que se le derrama por el cuello cuando imagina la ilusión de tirar su celular por el foso de El Morro y sentarse a esperar a Vanessa y su inescapable pecho de sirena (alguna vez fui sirena, o algo así dijo cuando terminó de leerse una novela de Mayra Santos).

Raquel y sus maravillosas manos de mantequilla que moldean su espalda luego de conjugar los verbos más mojados entre las sábanas del cuartito un poquito más arriba en la Tanca, casi llegando a la Norzagaray. Hiram ve el mar justo cuando sale del edificio y va hacia el auto donde Marcos lo espera: has regresado a lo que tanto querías escapar. Antes de responderle, ya en el interior del carro, ¡plat!, se estrella una caca de paloma contra el parabrisas (Santini sí estuvo hoy en San Juan, piensa que le dirá a A., y no sólo caga faldas) . Entonces Hiram se cuadra frente al rostro trigueño de Marcos y le responde: he vuelto a no pensar en el después.

D

Cuando regreso de mis viajes a la vieja ciudad, me siento que le pertenezco más a pesar de que las otras ciudades en las que he habitado hayan construido sobre los cimientos de los recuerdos de mi infancia. Poseo una acumulación de varilla, bloques y cemento considerable que incide en la intrépida lejanía de mis pasos sobre los adoquines, en la manera en que me apoyo en los bancos y las columnas de las casas. Siento que existen comienzos que nunca logran iniciar nuevos caminos por el miedo a negociar la comodidad. Hoy, ante mí, no hay uno de esos: gracias a Dios por los largos años que me han dejado un corazón de cal y unos labios de gravilla.

E

Volvió a sentir el olor a garrapiñada. De inmediato dejó la lectura y sin levantarse del asiento voló en dirección hacia ese dulce perfume y cayó en la crispada camisa azul de una empleada pública como públicas eran las ferias de los sábados en la Plaza del Congreso o en Recoleta. Ese aroma, Buenos Aires, esperando en la fila de los cines, paseándose por las esquinas de Corrientes mientras se le antojaba comprar el libro que no le cabría en la maleta. Respiraba el olor a azúcar tostada, sabiendo que en el allí y ahora era sólo un perfume barato, pero no importaba, se tragaba ese olor aunque, a través de las ventanas del tren elevado, veía la colección de edificios que se sucedían con un glamour tímido, como si reconocieran que a pesar de las luces y los cristales continuaban siendo, en su conjunto, una raquítica copia de Manhattan en el Caribe.

Pero otra cosa también le era evidente: si bien la ciudad había cambiado mucho, él lo había hecho más.

F

El Atlántico Austral se barre levemente sobre la arena. Brisa y espuma, las huellas se borran y por aquí --el mar siempre es cómplice-- nadie ha pasado.

Arena que se convierte en lindos y pequeños montones mullidos donde el bañista tira su toalla y se apresta a leer Caracol Beach. Montones que en cuestión de más vientos marinos van formando una, dos, tres, quince, veinte, cien dunas a lo largo de la costa. Ahora, antes que se divisen los arbustos, se ve una humilde capa de vegetación cubriéndolas, y hacia el oeste se abre --en cámara lenta-- la desembocadura de un riachuelo.

Uno que otro árbol ha intentado levantarse frente a la playa, allegado al rústico camino por donde pasan bicicletas, pequeñas motocicletas y los pies de cientos de bañistas que llegan a mediados de diciembre y no se van hasta principios de marzo. El más grande de los árboles frente a la senda lleva años petrificado. Continúa, eso sí, imponentemente alzado sobre el horizonte. Detrás de él, a varios metros, se divisan unas seis villas. Es desde una de ellas que busco, como referencia, las ramas alzadas en forma de 'v' de aquel gigante que me indican hacia dónde queda lo que he abandonado.

domingo, 4 de abril de 2010

La insondable planicie de los mundos pequeños

¿Y en qué momento se nos empezó a acabar la paciencia? A entendernos. A sostener la mirada. A reflexionar y a conversar sin el cinismo que agujerea todas las buenas intenciones.

En realidad la pregunta sería, ¿en qué momento se empezó a joder mi familia? ¿Cuando mi hermano le dijo cabrona a mi mamá y tuve que empujarlo para que no la agrediera? ¿Cuando mi hermana quedó embarazada y huyó para España? ¿Cuándo decidí que lo mejor era quedarme cruzado de brazos sumergido en mi trabajo y el sexo desmedido que me caía como aserrín de la mesa de un carpintero?

Porque ya la crianza de mis hermanos no era problema mío.

Entonces el viejo finalmente dejó que le rodaran las lágrimas frente a todos, en la mesa de la cocina, en esas escasas veces que todos pudimos vernos las caras después de meses (a lo mejor fueron años). Su hermetismo y sus gestos durante el día, de que no quería la cosa, de que lo iba a aguantar como el macho que siempre había sido, cedió cuando estuvimos los cinco en el lugar de siempre, frente a los platos de comida que se quedaron fríos y a mitad. Mi hermana lloró junto a mí mamá. Mi hermano recogió sus cosas y se fue. Yo me quedé en silencio. Realmente no me cabía pensar qué decir ante el llanto, la inconcebible realidad de que el deprimido no era yo, ni mis hermanos, sino mis padres.

Tranquilo, me escribían. Ya hace rato se acabó la luna de miel de los años más tiernos. Mensajes de tus amigos. ¿Qué puedes hacer ante el moméntum de la vida? Conversaciones telefónicas. Todo, Luchito, todo menos sucumbir. Pero el hueco placer de una venida a destiempo en el motel de siempre te desmentía: sucumbías con la facilidad de la ceniza de un cigarrillo recién aspirado. Todas las trincheras están colmadas y el eterno adiós de la despedida no era suficiente para convencerte de lo contrario. Todos, Luchito, todos te olvidan menos en casa.

Las conversaciones con mi hermano eran efímeras, más bien por su ya conocida constumbre de responder con un 'sí', 'no' o 'estás loco'. Esos eran mis mejores días, cuando me movía a hablarle, a salir de casa y buscarlo. Estás loco porque todavía sigues viviendo con los viejos. Has perdido el tiempo, era lo único que me decía cuando ya me iba. Una estocada de odio, de complejos. O quizás, la verdad.

Seguía en la casa donde crecimos con la falsa esperanza de aliviarles el trago amargo. Hace escasamente 3 años pensaban que éramos la familia ejemplar, mi mamá se regodeaba en cualquier reunión familiar de los logros nuestros y despreciaba a los demás por no ser tan buenos. Fue segando las malas noticias que luego crecerían en la figura de mis hermanos, e inclusive, hasta de mí mismo. Intentaba hablarle, de sacarla del letargo fatalista en el que había caído, le repetía los mejores consejos que me habían dicho o leído en algún artículo de autoayuda y ella me escuchaba, larga y tendidamente. Me miraba y no decía nada. Suspiraba viendo su telenovela a lo que me rendía ante los diálogos cursis de los personajes que evidentemente tomaban más importancia que mis desesperados intentos de recordarle, decirle, que todavía le quedaba un hijo. Uno bajo el mismo techo.

No me culpen entonces cuando no hago nada y salgo temprano en la mañana y llego tarde y me acuerdo de lo que me dice mi hermano cada vez que me voy de su presencia. Eso digo cuando el viejo me recrimina por mi inacción, por haber perdido a mis hermanos, por haberme convertido en un fantasma mientras la casa se caía a cantos. Le discuto, me rebate y ya cuando creo que hemos llegado a un acuerdo, cuando es más que evidente que si hubo algo de culpa fue, en todo caso, la de ellos, él me lanza un último cartucho para mostrarme que él no se equivoca, que soy muy joven para entender la magnitud de mi irresponsabilidad.

##

Mi hermana regresó casada de España y con su hijito de tres meses. Su ahora esposo regresaría más tarde, o por lo menos eso nos decía. Ella vivía en un apartamento en la calle Utuado y de lo que el gobierno y mis abuelos y tíos le daban. A esta hora del día, el sol calentaba tanto su pieza que los diálogos siempre terminaban en griterías y recriminaciones, esta vez contra los viejos. Estaba cansado de la repetición de conversaciones, escenas y miradas. Era como ver una mala película por el resto de mis días.

De verdad que sólo he venido a verte, que ya no me importa quién causó qué, mejor cuéntame de Diego, qué le hace falta, y si a ti te va bien con tus cuentas. El Diego empezaba a llorar al escuchar mi voz. Bueno, más bien a chillar como una rata enorme y blanca que sólo se calmaba con el volumen de Sabina a todo dar. Antes de irme, fatigado y sudoroso, le tomé ambas manos a mi hermana y le pregunté: ¿Acaso no extrañas vivir como antes? Sí me respondió con los ojos rojos, con la voz temblorosa, con el drill melodramático de siempre, pero entonces me volvía a la realidad: pensar que el pasado va a regresar es una idiotez. Y cerró el portón.

La paciencia (recordaba de algún Reader's Digest) se acaba cuándo decidimos sobrevivir nomás, cuándo las ideas se quiebran y el mañana se transforma en la misma tortura del ayer. La cita de la revista llegaba hasta 'nomás'. El resto es, claramente, de mi autoría. ¿O fue algo así me dijo un cura? Porque luego de encontrarme rodeado por un campo minado, visitar la Iglesia no sonaba tan descabellado. Empecé a frecuentarla, no a la hora de las misas, sino a la hora que el cuerpo me lo pedía. No había vuelto a creer en un dios, pero los pensamientos de muerte eran los únicos que me impulsaban a levantarme todos los días y quería evitar tener tiempo a solas para darle seguimiento a mis ideas. Ideas para matar. A mi hermano, hacer desparecer a mi hermana y envenenar con un sueño infinito la angustia de mis padres. Pero las variadas formas de matar requerían un estudio sistemático que no estaba dispuesto a hacer. Me debatía entre el matar o matarme, en la salida que acabara con el mayor sufrimiento más rápidamente. De la mano del crimen iba la del castigo: ¿cómo serían mis días en la cárcel? ¿Cómo podría vivir el resto de mis días sin mi familia?

Feliz.

La primera vez que esa respuesta retumbó en mi cabeza me di cuenta que ya algo en mí había quebrado. ¿Cuando crucé los brazos inicialmente? ¿Cuando intenté, ya muy tarde, recomponer el tiempo perdido? ¿Cuando empecé a jugar con la idea de la muerte?

De frente sólo me quedaba el trabajo que de alguna mágica forma logré conservar a diferencia de todos mis amigos, que se fueron desapareciendo como las ampollas de la varicela. ¿Entonces qué me quedaba? Pues a despacharme la mitad de la oficina con la semiautomática que me había comprado por Internet y morir abatido por la policía.

Mentira.

Cerré la computadora y juré que nunca más leería a La tribu de los cafres.

La tribu errante