domingo, 22 de septiembre de 2013

Dieciséis esquinas de felicidad

Más que dos años en Lima, han sido dos años en Miraflores. Me he mudado cuatro veces y todas en el mismo distrito porque hay algo que me adhiere a sus calles. No es magia ni la nostalgia de las novelas de Vargas Llosa de hace más de 50 años. Es algo banal: la cercanía y relativa tranquilidad de sus áreas residenciales, donde las bodegas y sus carretillas con empanadas o frutas siempre están accesibles. Aquí puedo acercarme a una variedad enorme de cafés que me quedan a menos de dos cuadras, a bodegas bien surtidas, mis parques favoritos y a esa curva que he descrito antes, por la Plazuela Balta: Trípoli con Recavarren.

Podría subsistir por semanas sin utilizar una combi, bus o taxi. Ante esta falencia vivo en paz entre estas cuatro calles con sus dieciséis esquinas. Pero así como vine a habitar esta parte de Lima, así de fácil se puede terminar. ¿Dónde viviré el año que viene?

Espero que en un lugar muy cercano de lo que alguna vez fue mi felicidad.

Estación nasal

Las alergias comenzaron en Lima. Lo difícil de controlarlas es la misma razón de siempre: el polvo, el lugar común de la ciudad. El particulado atmósferico sobrepasa varios estándares y por tanta hambre que se respira ante los suntuosos platos que venden en cada cuadra, la tierra entra por ojos, nariz y boca.

Enredados en un torbellino donde el compás del ritmo lo llevan los ejércitos que continúan construyendo a Lima y los carros antiguos que siguen reventando las arterias metropolitanas, la gente  parece a veces una excusa ante el animal indomable que se sigue adueñando del desierto costero.

Pero en esa masa de gente ando yo con más penas que alegrías, más días nublados que soleados y la constante advertencia de que a la vuelta de la esquina puedo encontrar a la muerte como también cruzarme con el amor de todas mis vidas y por ella quedarme a pesar de los cláxones, el humo y las alergias.

jueves, 19 de septiembre de 2013

Ataque crónico de Blues en Jesús María

Jesús María es el distrito de la clase media y me encanta. Pasearme por sus cuadras, sobre todo las cercanas al mercado, donde cualquier hueco es un café, una fuente de soda, una sanguchería, un estante donde te dan masajes o te renuevan el calzado y la billetera. Una vez finalizada la jornada, la muchedumbre de escritorio salen y se adentran por las galerías, por el centro del distrito y éste se enciende con la luz de unas escasas horas de compras, que es la deliciosa recompensa por trabajar tanto y ganar tan poco. Un manicure, un café con su alfajor, una gaseosa, mientras en la televisión el país vuelve a hacer lo que era antes de ayer.

El gran referente de este distrito es el residencial San Felipe y su hermosa arquitectura moderna de los 1960. No es un Pueblo Libre histórico, ni un Barranco melancólico ni un Lince salsero: es un intermedio en el baile de las letras de la sociedad peruana y no me refiero a la FIL.

Voy en bus y a pie a encontrar mi cebiche favorito en el mercado, mi ramen peruanizado o los tacos de pollo y frijoles (que de mexicanos no tienen nada, pero igual son ricos a las seis de la tarde). Aquí pasa mucho pero sus calles aún se mantienen intactas y casi siempre silenciosas.

Pasos sin pensar

Sin pensar en los pasos que doy caminando como una máquina guiada por sus anhelos artificiales, voy recorriendo esta ciudad que nunca me ha querido acoger del todo. Los espacios muy pequeños para mi estatura, las calles muy rápidas y violentas para mi parsimonioso ritmo de turista aún, las miradas muy centradas en mi cara, en mi barba, mis expresiones que se salen del molde de lo que es peruano. No hay examen psicológico para hacerme cambiar del acento polifónico caribeño: voy con mi erres que a veces son eles, dejo las palabras inconclusas al no pronunciar las últimas letras de su corrección ortográfica. Río y no me callo a pesar de los chismes que crecen cual si enredaderas amazónicas.

A Lima la he acorralado porque hay algo de ella que me gusta. No es un sentimiento correspondido. Me he caído, me han engañado y mi vida ha corrido tantas veces peligro a borde del mal llamado transporte público que lo tengo bastante claro: Lima me quiere regresar por donde vine.

Pero sigo aquí. A pesar de la sangre, el sudor, del riesgo, sigo empedernido con la ciudad, con su gente. Ya van dos años y sigo caminando sin pasos, solo pensando.

domingo, 15 de septiembre de 2013

Lince y las acequias perdidas

A pesar de la moderna costra urbana que le había crecido a su distrito de antaño, mi papá aún llevaba muy claro el plano de los referentes y accidentes que lo cruzaban cuando vivía entre estas calles hace 50 años. Junto a él visité a Lince por primera vez cuando Lima aún desconocía del boom, aunque entonces como ahora, las calles estaban sucias, las esquinas rotas, y los autos transitando por el paisaje de penas de una ciudad que nunca ha sido de todos.

Los limeños como mi papá (como yo, santurcino, lo estaré algún día de Santurce, de Miramar y de los parques donde deslicé mis primeras bragas) viven sujetos a una urbe que solo existe en sus recuerdos y emociones. Instintos éstos que lo llevaron a recorrer la capital en busca de esas piezas de su rompecabezas sentimental, de las cicatrices imborrables, de los gérmenes perennes que aún señalan una geografía aparentemente olvidada. Fue así como debajo del estiércol gris, de las arrugas profundas y las lagañas horribles de Lima, y cercano a un parque que antes era un bosque, mi padre, otro Ponce, logró redescubrir la acequia que con tanto esmero buscaba, aquella que bañaba y aún baña los jardines de su eterna juventud.

Tomo una mano al viento

En la elegante curva donde las calles Trípoli y Recavarren se abrazan están las oficinas de una multinacional agencia de publicidad. A su alrededor, en las respectivas aceras, aún se mantienen vigentes los árboles vigorosos que con sus plácidas ramas, llenas de años, brindan una ligera cubierta que refresca no solo la temperatura, sino la vista.

Recorrer ese abrazo de camino al Malecón logra confundir mis pasos en la memoria del tiempo. Piso unas hojas secas, unas calles nuevas que antes, en otro lugar --también muy cerca del mar-- me pertenecieron.

La reconocida casa publicitaria ocupa las entrañas de una antigua casona, ahora pintada de pulcro blanco. Seguramente en sus años señorones, servía de residencia de verano para esos encuentros con la gentita limeña que ahora no tiene dinero sino apellidos de oropel. Entonces --como ahora-- casa de secretos cuyas paredes, con tanta pintura, siempre guardarán. Piel de viejos rubores, sal de las mismas heridas, humor que resiste el paso de los inviernos y de la sonoridad de los primeros recuerdos sobre otros pies y dentro de otras manos.

La tribu errante