Las alergias comenzaron en Lima. Lo difícil de controlarlas es la misma razón de siempre: el polvo, el lugar común de la ciudad. El particulado atmósferico sobrepasa varios estándares y por tanta hambre que se respira ante los suntuosos platos que venden en cada cuadra, la tierra entra por ojos, nariz y boca.
Enredados en un torbellino donde el compás del ritmo lo llevan los ejércitos que continúan construyendo a Lima y los carros antiguos que siguen reventando las arterias metropolitanas, la gente parece a veces una excusa ante el animal indomable que se sigue adueñando del desierto costero.
Pero en esa masa de gente ando yo con más penas que alegrías, más días nublados que soleados y la constante advertencia de que a la vuelta de la esquina puedo encontrar a la muerte como también cruzarme con el amor de todas mis vidas y por ella quedarme a pesar de los cláxones, el humo y las alergias.
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