Sin pensar en los pasos que doy caminando como una máquina guiada por sus anhelos artificiales, voy recorriendo esta ciudad que nunca me ha querido acoger del todo. Los espacios muy pequeños para mi estatura, las calles muy rápidas y violentas para mi parsimonioso ritmo de turista aún, las miradas muy centradas en mi cara, en mi barba, mis expresiones que se salen del molde de lo que es peruano. No hay examen psicológico para hacerme cambiar del acento polifónico caribeño: voy con mi erres que a veces son eles, dejo las palabras inconclusas al no pronunciar las últimas letras de su corrección ortográfica. Río y no me callo a pesar de los chismes que crecen cual si enredaderas amazónicas.
A Lima la he acorralado porque hay algo de ella que me gusta. No es un sentimiento correspondido. Me he caído, me han engañado y mi vida ha corrido tantas veces peligro a borde del mal llamado transporte público que lo tengo bastante claro: Lima me quiere regresar por donde vine.
Pero sigo aquí. A pesar de la sangre, el sudor, del riesgo, sigo empedernido con la ciudad, con su gente. Ya van dos años y sigo caminando sin pasos, solo pensando.
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