jueves, 20 de mayo de 2010

Pág. 485 de 'Los detectives salvajes' de Roberto Bolaño

Pere Ordóñez, Feria del Libro, Madrid, julio de 1994. Antaño los escritores de España (y de Hispanoamérica) entraban en el ruedo público para transgredirlo, para reformarlo, para quemarlo, para revolucionarlo. Los escritores de España (y de Hispanoamérica) procedían generalmente de familias acomodadas, familias asentadas o de una cierta posición, y al tomar ellos la pluma se volvían o se revolvían contra esa posición: escribir era renunciar, era renegar, a veces era suicidarse. Era ir contra la familia. Hoy los escritores de España (y de Hispanoamérica) proceden en número cada vez más alarmante de familias de clase baja, del proletariado y del lumpenproletariado, y su ejercicio más usual de la escritura es una forma de escalar posiciones en la pirámide social, una forma de asentarse cuidándose mucho de no transgredir nada. No digo que no sean cultos. Son tan cultos como los de antes. O casi. No digo que no sean trabajadores. ¡Son mucho más trabajadores que los de antes! Pero son, también, mucho más vulgares. Y se comportan como empresarios o como gángsters. Y no reniegan de nada o sólo reniegan de lo que se puede renegar y se cuidan mucho de no crearse enemigos o de escoger a éstos entre los más inermes. No se suicidan por una idea sino por locura y rabia. Las puertas, implacablemente, se les abren de par en par. Y así la literatura va como va. Todo lo que empieza como comedia acaba indefectiblemente como comedia.


martes, 18 de mayo de 2010

Las cuerdas de la huelga

Pensar que el país está en huelga se me hace difícil, sobre todo luego de que mi humor se haya fugado luego de una constante batalla con mi risa que no pudo contenerse y reventó. Ya dejémoslo ir, me dijo ella, todavía con lágrimas (¿en sus ojos?), hay peores batallas que perder. A las batallas, lo tengo muy claro, me meto por accidente (¿qué iba a saber yo que uno se pude pelear con su humor?), porque yo no las busco, más bien busco un buen libro, un buen momento para decir, este es, en verdad, un buen momento y, ahhh, respirar. Uno, dos, tres y, ahhh, exhalar. Qué maravilloso momento. Eso es lo que busco y hoy me topé con uno y fue quizás por estar deshumorado que me lo disfruté más tranquilamente: detrás de mi cuarto el vecino que pertenece a un trío excelso del área de Bayamón, Cataño y Aguas Buenas comenzó a practicar con sus finísimas guitarras y melodiosas voces. ¿El país está en huelga? ¿Hay un paro nacional? ¿La universidad está cerrada? Nada de eso me pregunté mientras escuchaba a esos músicos, mientras la tarde se fundía con el calor intenso de las cuerdas.

Una vez se acabó la música no tuve otro remedio sino que pensar en la huelga. El país se nos cae y yo aquí sentado contemplando la tarde, pensando si hoy voy a escribir cuando sé desde ayer que no, que no me quiero imaginar nada ni componer algo que luego me devuelva a una catarsis con el pasado o con el futuro, porque dicen que hay que soñar y pensar en el país del futuro, en los posibles imposibles, en las citas del Che, en que los blanquitos estos y los trabajadores aquellos y yo, de verdad que no estoy para eso (no se olviden, que mi humor también está en huelga y anda M.I.A.). Si me sentaba a escribir del todo sería para hacer literatura, porque suscribir un manifiesto revolucionario contra la tiranía del estado era como vagar en una noche trasnochada, porque proclamar por enésima vez los derechos humanos era vomitar sobre la sangre de las víctimas y pues eso no era lo que buscaba.

Se me ocurrió entonces escribir la novela de la huelga, ¡cómo no lo había pensado antes!, de las vivencias de los estudiantes, de los baños compartidos, de los colchones inflables, los confundidos agentes de la Fuerza de Choque (versión nada imperial ni futurística de los Stormtroopers, pero la analogía es ya trillada), de los de arriba contra los de abajo, del poder de una democracia participativa, de los estudiantes opositores a la huelga movidos por su interés personal, por el interés de la derecha, por el interés de sus gatos, por el interés de lo que sea. Y listo, Los intereses encontrados, el título de la novela se me vino encima como un camión dando desesperadamente un viraje en 'u' desde el carril de la extrema derecha.

Era la revolución del siglo XXI: todo ya estaba transmitido por Internet, por webcam, las fotos proliferaban en Facebook como las armas de destrucción masiva en el cerebrito de Bushito. La profecía se cumplía sin cócteles Molotov: no tengo que estar en la huelga para escribir sobre ella. Me busco a una de las periodistas que se encuentran en los alrededores y vivimos (siempe ha sido mi fantasía) un romance in situ.

Llamé a par de amigos que conocen a gente de los medios y al día siguiente ya tenía una cita concertada en El Obrero. Hablamos muy concentradamente sobre la huelga en la hora y media que me concedió sólo porque Oscar es tu amigo me dijo. Gracias, de verdad, le dije, ¿has podido entrevistar a algunos estudiantes? Sí, pero yo rápido le aclaré que quería que me dijera las cosas menos cercanas a lo que incidía directamente con la noticia de la huelga. ¿Cómo cocinan? ¿Junto a los cargamentos de alimentos le distribuyen condones? ¿En verdad se lanzó el movimiento de la media caseta? ¿Cómo es el olor de los baños? ¿En qué parte de los edificios clausurados se hace más fácil y rico el amor? ¿Además de tabaco, que más se fuma? Bendito, la bombardeé de preguntas y ella no sabía qué responder, que eso no era asunto de la prensa ni de la radio, que mejor me buscara a un cronista. ¿Todavía existen en este país?, le pregunté. Tú, si bien no me tienes cara de uno, me respondió, podrías animarte a serlo. Le hice entonces otra pregunta, pero una estúpida, no porque fuese mala la pregunta como tal, sino porque ya sabía la respuesta. ¿Entonces que me falta para ser uno?

Entrar, huevón. Entrar. La respuesta era obvia como el hambre de los chicos de la UTIER que estaban al lado nuestro. Ella no me dijo huevón, eso lo pensé yo, pero por poco me lo dice. Vivir con ellos, verlos, tocarlos, quizás hasta besarlos en los pasillos desiertos de Generales. Pero no, ¿para qué? ¿Acaso no lo puedo reconstruir todo a raíz de los vídeos, fotos y escritos lanzados desde adentro? Quizás. Pero hacía falta más. Lo que necesito, le dije antes que ella regresara a los portones de la Ave. Barbosa, es que uds. me hagan esas preguntas, que vean el lado humano de verdad, no el de los derechos, no el de la lucha, sino el del día a día, de las toallitas sanitarias, de los restos de comida, del intenso olor a postcoito huelgario, a sexo apurado y resudado por la intensidad del sol, por los pantalones sin lavar de hace días, por los estribillos. Ella me sonrió, la compañera de Oscar me sonrió hasta con cierta lástima y dijo que no la molestara más. No se lo digas a Oscar, le supliqué, y me volvió a sonreír con risa de foca o de manatí.

Pensé nuevamente en que lo más fácil siempre había sido suscribir algún manifiesto, imprimir en él mi nombre tan falto de humor y popularidad. Así lo hice cuando regresé a mi casa. Busqué las cinco o seis peticiones de firma que me habían llegado a mi correo, tecleé mi nombre con una satisfacción a medias y antes de irme a dormir puse en mi Twitter este haiku:

"Los acordes se allanan sin protesta
a la tarde bayamonesa
y la luz no huele a chicharrón".

Y me fui a dormir.

martes, 4 de mayo de 2010

El cuarto de los souvenirs

De Buenos Aires me llega un tranvía lleno de parques con monumentos de los héroes nacionales grafitados por jóvenes que todavía tienen las ansias de ser revolucionarios. Volando desde Machu Picchu aterriza Túpac Andina con un collar de hojas de coca y otro de gotas de lluvia. Desde Uruguay, arena de las playas de Maldonado en un sobre que debía contener la última postal que me escribirían.


Así, desde el sur, se me van amontonando en mi cuarto todos estos recuerdos.


De Lima, un concentrado del diesel de las combis que infestan sus calles y, en un frasco, un poco de vapor del Mar de Grau. De Arequipa el micrófono de un kareoke y el suéter de un amigo. De Montevideo, una milésima de segundo de todo el sexo que tuve por el sur se guarda gravada en las ranuras de un disco de pasta que logré reproducir gracias a la generosa aportación del Museo de la Palabra (o más bien, ¿fueron los poemas de Benedetti los que pedí que me grabaran para llevármelos conmigo ante mis intentos infructuosos de encontrármelo en la ciudad?). Luego el poeta murió, quizás (muy probablemente) luego de yo romperle el corazón a alguien por segunda vez.


De Chile, un cielo más estrellado que mi carrera contra el tiempo y el gris terrible de sus pueblos meridionales, tal y como imagino mi cerebro cuando solía escribir postales al viento y (para qué posponerlo, ¿no?) al amor.


Y en Puerto Rico me queda todavía por guardar una isla más grande que esta Isla; no encuentro dónde ponerla y no quiero correr el riesgo que se vuelva a quemar o a traspapelarse entre las olas del mar.

La tribu errante