martes, 4 de mayo de 2010

El cuarto de los souvenirs

De Buenos Aires me llega un tranvía lleno de parques con monumentos de los héroes nacionales grafitados por jóvenes que todavía tienen las ansias de ser revolucionarios. Volando desde Machu Picchu aterriza Túpac Andina con un collar de hojas de coca y otro de gotas de lluvia. Desde Uruguay, arena de las playas de Maldonado en un sobre que debía contener la última postal que me escribirían.


Así, desde el sur, se me van amontonando en mi cuarto todos estos recuerdos.


De Lima, un concentrado del diesel de las combis que infestan sus calles y, en un frasco, un poco de vapor del Mar de Grau. De Arequipa el micrófono de un kareoke y el suéter de un amigo. De Montevideo, una milésima de segundo de todo el sexo que tuve por el sur se guarda gravada en las ranuras de un disco de pasta que logré reproducir gracias a la generosa aportación del Museo de la Palabra (o más bien, ¿fueron los poemas de Benedetti los que pedí que me grabaran para llevármelos conmigo ante mis intentos infructuosos de encontrármelo en la ciudad?). Luego el poeta murió, quizás (muy probablemente) luego de yo romperle el corazón a alguien por segunda vez.


De Chile, un cielo más estrellado que mi carrera contra el tiempo y el gris terrible de sus pueblos meridionales, tal y como imagino mi cerebro cuando solía escribir postales al viento y (para qué posponerlo, ¿no?) al amor.


Y en Puerto Rico me queda todavía por guardar una isla más grande que esta Isla; no encuentro dónde ponerla y no quiero correr el riesgo que se vuelva a quemar o a traspapelarse entre las olas del mar.

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