miércoles, 25 de mayo de 2011

Ante la muerte de Arturo Ponce Carpio

El 22 de mayo, mientras me tomaba el segundo cubalibre de la noche, Arturo falleció. Lo hizo como los héroes de carne y hueso suelen morir, frente al televisor.

No supe qué hacer cuando me llegó el mensaje, así que reduje mis acciones a solo pedirme otro trago. Luego intenté besar a la chica con la que estaba y, al recibir el rechazo de sus labios, desistí hacer el ridículo nuevamente. Pagué la cuenta, busqué mi auto y una vez adentro lloré como si hubiese perdido a un padre.

Al otro día comencé a tratar de rescatar algunos de los pensamientos que quizás pasaban por la mente de Arturo cuando, de repente (y así lo ha confirmado un médico, amigo de la familia, que tramitó la necropsia), se fue a transitar por la senda de las estrellas a la que le gustaba señalar en las noches que acampábamos en las montañas más oscuras de Maricao.

Lo imagino sentado en su butaca de siempre, pensando en las caminatas que hizo junto a sus amigos de universidad desde los Andes centrales peruanos hasta los ecuatorianos donde, en el pueblo de Gualaceo, conoció y se casó con su primera esposa. O, quizás, se acordaba del primer escusado que tuvo que lavar en Rhode Island cuando comenzó a trabajar en las estaciones de camioneros de la United Parcel Service. Esos primeros cheques, como era de esperarse, llegaban a las pequeñitas manos de esa esposa ecuatoriana que luego, cuando llegó a los Estados Unidos, lo abandonó por un cocinero colombiano.

Por eso, Arturo nunca sonrió ante ese dicho tan popular nuestro de que el amor entra por la cocina. En todo caso, su amor salió por la cocina, tomó el bus 47 hacia las afueras de Providence y subió, con la entrepierna humedeciéndosele cada vez más, los escalones de madera resquebrosos del número 315 de la Post Road que daban a esa cama que nunca más dejó.

Pero, más certeramente, Arturo tuvo que estar pensando en la misma muerte cuando ésta le llegó. Cuando tenía 40 años y yo siete, me confesó que cuando único perdonó a la ecuatoriana fue cuando mató al colombiano. Estoy seguro que todos los días pensaba en la muerte, desde antes de decidir que mataría al colombiano, durante los ocho años que estuvo en prisión hasta esa noche del 22 de mayo, en su vigésimo tercer año de libertad, cuando, de tanto pensarla, se le manifestó.

A Arturo siempre lo conocí como el hermano mayor de mi padre, como mi tío, pero desde el martes 24, cuando la ecuatoriana llegó con uno de mis primos, y me dijo a quemarropa que yo también era su hijito, me empezó a crecer nuevamente la pequeña duda que en algún momento de mi adolescencia sembré al no poder cruzar el pequeño y arregladito jardín que me separaba de mis supuestos padres y al que, desde una muy temprana edad, me habían prohibido siquiera mencionarlo. Ese nítido jardín no era otra cosa que el honor familiar, algo que mis pies jamás podrían tocar porque imaginaba que, si llegase a mover una planta o piedra, destaparía un fantasma que yo, evidentemente, desconocía.

«Tu papá me dice que tu tía perdió la cabeza cuando Arturo mató a su amante colombiano», me dijo en casa la mujer a la que siempre he conocido como mi madre cuando, de pasadita, le mencioné lo de «hijito». Lo habrá dicho por cariño, solidaridad y tristeza. No había más que buscar, me convenció ella; en los países andinos todos somos mamacitas o papacitos o hijitos y no debía darle más importancia a semejante expresión. El problema es que siempre había sentido una afinidad muy particular con Arturo (el gusto por ver los barcos ir y venir en la Bahía de San Juan, las chicas de piernas flacas, el camping y las fogatas, los cuentos de Ribeyro y, junto al amor por las letras, el odio irremediable hacia los cálculos, los números y el orden racional de las cosas).

Con mi padre nunca compartí esas pequeñas cosas. Él me proveía todo lo material, lo necesario para alcanzar el éxito social y de esa manera aseguraba su amor hacia mí. Así que en la juventud, cuando uno va alcanzando una relativa madurez gracias a los errores cometidos, nos empezó a distanciar la manera en que cada uno pretendía ver la vida. Arturo y yo la veíamos como el saltar de flor en flor de loto en un estanque intranquilo, sin tener la necesidad alguna de alcanzar cualquier orilla; mi padre, como un puente macizo, firmemente anclado en el fondo del estanque, que servía el único propósito de adelantarnos hasta llegar a la última orilla posible del planeta.

Mañana enterraremos a Arturo, llueva o no. Parecería que no tengo nada más que hacer que escribir esto, cuando me toca lo más difícil del rito: despedir el duelo. Nadie más ha venido de Ecuador y de Perú (nunca sentó bien en la familia que tuviéramos un asesino entre los Ponce) y el señor al que toda mi vida le he dicho padre me dijo que ya era hora que me encargara de asuntos serios como este, cuando, en realidad es a él quien le tocaría despedirlo por ser su hermano.

¿Hermano y padre o tío? El asesinato, los años y la cárcel. ¿Cómo despedir a Arturo correctamente? Ahora me sumo en estos sentimientos, gracias al «hijito» de la ecuatoriana que ha venido a representar ese pie descalzo mío al que habían exiliado del lindo jardín familiar. Y por eso también me sumerjo en mi vida, en las dudas, en esos miedos tan pavorosos que te hacen sudar en lugares nuevos de tu cuerpo.

Si tuviera a donde ir, bajaría ahora mismo y le exigiría a la mujer y al hombre que siempre he llamado padres a que me dijeran quién realmente era Arturo. Pero creo que es mejor solo imaginármelo como mi padre, ese pobre infeliz que, por matar y sufrir cárcel, vio como su propia familia se puso de acuerdo a que le quitaran la patria potestad sobre su hijo menor y lo enviaran a casa de su hermano recién casado con una boricua (a esa dulce mujer a la que siempre la he conocido como mamá), lejos de Rhode Island, de la ecuatoriana, de todo ese submundo de la diáspora sudamericana de los setenta y los ochenta.

En el duelo no lo llamaré papá. Lo llamaré algo mejor, Arturo, mi maestro, mi confidente, ese asesino confeso que me enseñó a ver la vida alejado de lo previsible, aunque al final la muerte lo haya sorprendido viendo un programa de esos filmados en Miami que repiten por Univisión y que, como a todo viejo de su edad, ya le había empezado a tomar el gusto como paliativo a la soledad en que se encontraba flotando sobre su pequeña isla de loto en el océano tempestuoso de nuestra familia.

lunes, 9 de mayo de 2011

Mis islas de Hawai'i - II

[La primera parte de esta crónica está aquí.]


Hawai’i es todo menos Hawai’i

Las islas, aunque están en medio del Pacífico, son Estados Unidos, claro, pero también Japón, las Filipinas, China y el resto de Polinesia. La cultura hawaiana ha subsistido gracias al folklore de feria que inunda los resorts de Waikiki y Maui, y el diseño tan acogedor y polinesio de sus aeropuertos donde el agudo ukulele se impone a cualquier música pop.

Lo fácilmente identificable como hawaiano es el lei y el Spam servido con y en todo lo imaginable, un músico tocando el ukulele, la nuez macadamia y el festival de la malanga. Símbolos que sirven de excusa para una nacionalidad tragada inicialmente por Washington y luego modificada por la insistencia en diferentes monocultivos a través de las décadas y los vaivenes de la economía mundial.

Mi apreciación sobre la nacionalidad hawaiana no debe ser malinterpretada. No estoy defendiendo un nacionalismo monolítico ni decimonónico. Lo que ocurre en Hawai'i es el legado de una potencia que a través de corporaciones privadas usurpó de su tierra a los habitantes originales y los llevó a convertirse en una cultura en peligro de extinción, de material folklórico de museos y exhibiciones. Los que se queden en Honolulu verán un Hawai'i glamoroso y cosmopolita; en Maui el paraíso hecho resort, mientras el resto de las islas del archipiélago siguen bastante despobladas y la vida en ellas puede ser un poco más parecido a un estilo de vida hawaiano.

En la isla de Hawai'i, una de las menos pobladas a pesar de ser la más grande, aún quedan rasgos más identificables de la moderna cultura hawaiana. Pero con todo y esto, la mayoría de la población sigue siendo blanca y éstos tienen el control de los terrenos y negocios. El boom inmobiliario ha subsistido en esta isla y los realtors ausentistas, a pesar de la crisis, han mantenido sus derechos sobre estas tierras esperando porque las mismas suban aún más de precio y se las puedan vender al próximo gran resort.

Traigo todo esto a colación porque para Puerto Rico la pregunta importante es la siguiente: ¿Es ésta la panacea de la estadidad que los líderes estadoístas tanto le han vendido a las masas? La siguiente imagen es lo que mejor ilustraría la admisión a la federación norteamericana: la bandera hawaiana por debajo de la barras y las estrellas. Los boricuas --tan orgullosos nosotros de la monoestrellada--, ¿podríamos tomar sin problema el café de la mañana en una situación similar? "Es un símbolo solamente", dirán algunos, pero es la metáfora perfecta para lo cotidiano en Hawai'i: el fin de una nación que ahora solo busca reafirmarse mediante un reconocimiento tardío ante el gobierno federal como tribu de pueblo originario. Mientras tanto, para el resto de la población, si no eres un retirado o inversionista (no importa de que origen étnico seas) te la verás bien difícil progresar en tu propio estado (al menos que sea enfermero/a o maestro/a, las profesiones más solicitadas en Hawai'i ahora mismo).

jueves, 5 de mayo de 2011

Hoy a las 7PM en el Ateneo: ¡No faltes!



Como parte de los esfuerzos educativos que lleva a cabo el Movimiento Unión Soberanista (MUS), hoy se celebrará un foro sobre las alternativas al plebiscito propuesto por Fortuño en el Ateneo Puertorriqueño en el Viejo San Juan. La actividad comenzará a las 7PM en punto.

Las ponencias de los invitados serán transmitidas en vivo vía Internet a través del canal USTREAM del Instituto Soberanista Puertorriqueño (ISP).

domingo, 1 de mayo de 2011

Mis islas de Hawai'i


Bienvenidos al Club de 1898

Lo peor de volar a Honolulu es iniciar el viaje en Newark. Son once horas de repeticiones de las mismas tres películas y de comer la malísima comida de porciones diminutas que te venden porque a pesar del largo viaje, las políticas que aplican a los vuelos domésticos continúan vigentes. A esto hay que añadirle mi terror a volar y lo escurridiza que es mi imaginación al recrear mi muerte en medio del aire (como si haber soñado con un episodio así me diera licencia para saber cómo realmente se muestra la muerte a velocidad crucero).

Al aterrizar todo fue mejor, pero parcialmente: aún el frío intenso de marzo se colaba por las mañanas y noches de O'ahu (mi guille de isleño me salió caro porque no lleve ni un puto jacket) y en la mesa (que para mí fue como una estocada fulminante a mi voraz apetito) un disgusto mayor por la ensalada de salmón salado llamada lomi lomi (mitad pico de gallo, mitad algo parecido a un ceviche mal sazonado y violento al paladar), además de la presentación tan hostil con la que los hawaianos ofrecen sus especialidades gastronómicas: pelotas de arroz mochi, otra más de lo que podría llamarse un híbrido de nuestra ensalada de papas y coditos servidas juntas y revueltas, bautizado con el guiso o proteína de tu selección que muchas veces incluía algo de spam, hamburger steaks o algo frito. Todo esto tirado sobra un plato inmenso (por eso este tipo de comida se conoce como plate lunches) sin ton ni son. Claro, lo que he descrito no es comida de lū'au ni de restaurantes finos. Hablo de la comida de la calle, las panaderías y las guaguas de comida que funcionan como el equivalente hawaiano de nuestra cultura de chinchorreo. Un caos como el nuestro -lo concedo-, pero al ser un caos diferente, choca.

En contrapunto está el cerdo estilo kalua, la variedad alucinante de pescados frescos y el poke. De estos tres platos, el más común es el poke que vendría a ser una especie de ceviche japonés-hawaiano (en nada parecido al lomi lomi) en el que el pescado fresco (usualmente ahi) es aderezado en diferentes estilos y servido sobre arroz mochi. El cerdo kalua no es otra cosa que la versión polinesa de un lechón asado, mientras que los pescados frescos están considerados como una proteína ocasional echada hacia un lado como hacemos en Borikén donde la dieta típica es también a base de carbohidratos (aunque mucho más diversos que en Hawai'i), cerdo y carnes.

Empiezo por la comida porque la manera en que comen los hawaianos vierte luz sobre su sociedad. Estos plate lunches están casi siempre reservados para la minoría (digo, si tienen dinero suficiente para comer), que en hawaiano vendría a significar, pues, los propios hawaianos. El pescado fresco, los mariscos, el lū'au, el sushi creativo, la cocina creativa llamada Pacific Rim Cuisine es para los otros hawaianos: la mayoría blanca anglosajona, los turistas y la poderosa minoría japonesa. La mesa, una vez más, sirve como un mapa muy certero de la realidad de los países. Y en Hawai'i la realidad es una de pobreza para el hawaiano originario.

El aislamiento de estas islas también ahoga las oportunidades para la población: una gran grieta que ya se ve y se palpa sobre la capota de ensueño polinesio a la que estamos acostumbrados. Al lado de una de las autopistas principales de Honolulu lo primero que vi fue un caserío derruido y en la prensa y radio se discute, como el tema del status en Puerto Rico, el grave problema de dependencia que luego de 50 años de estadidad el archipiélago sigue sufriendo. Como la vasta mayoría de lo que se consume es importado, los costos se han elevado ("¿no sueñas que estás en Puerto Rico?") y, sumado a la falta de trabajo, el resultado de esta ecuación es de fácil comprobación al visitar los parques públicos del estado. En ellos pude presenciar a familias enteras viviendo bajo toldos o casetas de acampar. Evidente y lamentablemente, la mayoría de estos invasores son los nativos hawaianos, hace más de un siglo reducidos a una minoría en su propia tierra.


[Primera de tres entregas sobre mi reciente viaje al archipiélago de Hawai'i. Esperen por las siguientes dos muy pronto. La segunda parte de la crónica está aquí.]

La tribu errante