miércoles, 25 de noviembre de 2009

La maravillosa ternura del pavo

Cuando estaba en universidad iba con mi amiga Emily a Syracuse a pasar el Día de Acción de Gracias junto a su familia. Era el intermezzo a los exámenes finales y una perfecta oportunidad para planificar lo que le escribiría a la chica del momento que me gustaba: una carta de amor, un poema, una tarjeta con lindos versos. Ideaba la manera hasta de invitarlas a las fiestas de Navidad que se organizaban en el campus. Ahora me acuerdo del frío de la nieve de los últimos días de diciembre y del sótano de la casa fraterna donde se bailaba y las parejas se besaban. Como nunca mis cartas y poemas fueron bien recibidos, terminaba yendo con amigas que, por desgracia, luego también me empezaban a gustar y cuando finalmente decidía escribirles algo, mis palabras nunca encontraban el tibio pecho de sus lectoras.

Nuevamente al año siguiente, entre los árboles de manzana sin hojas, los caminos congelados y el frígido aire que me succionaba el calor del cuerpo en Upstate New York, me ideaba otros poemas y soñaba con otra chica. Esto se convertía en mi razón definitiva para fijarme en los detalles de Emily, en su ropa, sus cuidados, en lo que me respondía para así aplicar mis nuevos conocimientos en las muchachas de turno; de concentrarme en entender las letras de las canciones de Navidad que Rich -el papá de Emily- ponía en la sala antes de la cena. Frank Sinatra descompuso de tal manera mis recuerdos pasados sobre esta época, que luego del fin de mis estadías en Syracuse, todavía me veía sentado frente a la chimenea de la sala de Emily, intentando memorizarme las letras de Ol' Blue Eyes. Alguna vez le llegué a explicar a Rich mis apasionamientos y él me animaba en ellos, a la vez que me servía otroapéritif y nos disponíamos a esperar el banquete de la velada.

Lo curioso es que años después me encontraba a esas muchachas que les había escrito y hasta algunas accedían a un café y a una conversación. Todas muy bien con sus vidas-trabajos-novios/esposos-éxitos. En esos pocos minutos en que lograba atisbar las formas de sus cuerpos bajo los ropajes o la sonrisa que me ofrecían al pasarle un sobrecito de azúcar, redescubría las razones de mi atracción por ellas: el lunar en el cachete de una; la forma tan cómica con que otra todavía me hablaba mientras se devoraba una galleta; el espectáculo de sus dedos al aguantar la taza de café; su manera de responder el móvil, pagarme el café e irse apresuradamente (porque también hay formas de ausencia que ciertas personas vuelven únicas).

Luego de observarlas y recordar mis infructuosas historias con ellas, la verdad tocaba fondo y entendía la razón por la que nada había surgido entre nosotros: la lejanía de nuestros mundos. Esto se reconfirmaba cuando estas chicas, antes de marcharse, preguntaban sobre mí ya que a lo largo de nuestro encuentro no había lanzado pormenores de mi vida. Yo les respondía -cómo no hacerlo luego de su interés- con tres descripciones: desempleado, viviendo con mis padres y escribiendo. ¿No has publicado nada? Algunas veces mentía y les decía que sí, pero en vez de darle el título de un libro, las refería a mi blog (trataba así de subsanar mi mentira). Otras veces decía la verdad y a los pocos minutos me daban las gracias (en estas otras salidas impetuosas siempre tenía la amabilidad de invitarles el café y las galletitas, por supuesto) y se desaparecían entre la multitud de la ciudad.

De las siete u ocho chicas que he vuelto a ver, sólo una mostró interés y en esa ocasión rápido me increpó sobre mi estilo literario, de porqué sigues en esta ciudad si aquí no vas a encontrar oportunidades. Sal, mijo, tienes que irte de aquí, ¿o es que todavía no te has dado cuenta que esto es una tumba de ideas nuevas?

Entonces ella se acordó de una tarjeta que le di en las Navidades del 2002: todavía la guardo aunque no me creas. Ya sabía por donde iba la cosa y me sonreí con ella aunque en ese instante no recordaba las palabras exactas que le había dirigido, un gran descuido de mi parte ya que de lo único que suelo acordarme es de las cosas que escribo. Seguimos hablando en el café con el ímpetu del que deshoja una alcachofa y admito que no sólo empecé a sudar debajo de mi suéter, sino que inclusive acerqué más la silla a sus muslos y traté de buscarle sin recato sus ojos verdes, ignorando por completo el anillo de matrimonio que llevaba en esa linda mano que ya comenzaba a dibujar garabatitos en la servilleta (yo sudando y ella garabateando, ¿acaso no estábamos bastante viejos ya como para controlar el nerviosismo?). ¿En realidad fue una tarjeta de Navidad? Pues si quieres te la muestro.

La distancia entre el café y su apartamento no fue mucha, pero menos fue entre la puerta y la isla de la cocina donde nos comimos muy lentamente esa pequeño corazón de alcachofa que palpitaba dentro de nosotros. El instante en que le mordí su dedo anular ensortijado fue como escribir una nueva oración de mi siempre inconclusa novela: el poder metafórico que se disparó en mí al intentar estropear con mis dientes ese gran símbolo de la familia perfecta logró que finalmente nevara sobre la ciudad temporal que habíamos edificado sobre la isla rústica de madera, sustituyendo de un porrazo los lindos frutos otoñales de plástico que hacían juego con la decoración del apartamento y que ahora permanecían regados en el suelo.

En ningún momento pude recordar lo que le había escrito hace ya algunos años y ella, luego de disculparse para ir al baño y arreglarse un poco, no hizo ningún esfuerzo por encontrar esa tarjeta de Navidad de la que me había hablado. Dudé si en efecto esta mujer era quien decía ser. A decir verdad nunca le pregunté su nombre y en todo momento supuse que era ella, si total, me trató con la naturalidad más fresca del mundo. Pero, ¿estudiamos juntos? Sí, me respondió ella cuando nos tropezamos en el parque Lafayette y empezamos a hablar. ¿En Georgetown? Por supuesto. Espérate, fuiste la roommate de Carolina, ¿no? Pues aquí me tienes. Rápidamente supuse que en algún momento le había escrito algo o más bien invitado a la Gala de Navidad en la calle Prospect: la cierto es que su cara me parecía familiar junto a sus ojos verdes, inclusive, la forma un poco rara en que sus labios formaban las terminaciones de las palabras. A todas mis interrogantes me respondía en la afirmativa, pero eso sí, nunca me llamó por mi nombre. Nunca me dijo, Luis es fascinante lo que me escribiste o Luis, ¿no te pareció un poco ridículo mandarle tarjetas de Navidad a todas las chicas que te gustaban en aquel momento? Soy sincero y a mí no me parecía nada ridículo mi atropellado intento de conseguirme una novia y en el café nos reímos de mis ocurrencias y yo de las de ella, de su vida después de graduada, de que esta ciudad a veces cansa, pero más la cansaba su trabajo de abogada que compartía con su esposo. Y entonces aprovechó el hilo de la conversación para que le hablara de mí, un error de su parte (¡cómo entonces no caí en cuenta!): tan sabido es por la gente que me conoce que una vez me preguntan sobre mí tiendo a olvidarme de todo y a centrarme en mis grandes fracasos que proclamo como aciertos frente todos esos que viven guarecidos tras sus conquistas y, en estos últimos días, detrás de sus iPhones. Así logré interesarla más, y el resto fue historia, me dije, cuando intenté despedirme sin meter la pata e increparle en la cara: ¿pero acaso no te has dado cuenta que no nos conocemos?

Al despedirme ella me dio la mitad de una tarta de canela que, imagino yo, le sobraba en el refrigerador y cerró la puerta. Pensé en gritarle, ¡gracias por el bizcocho...Feliz Navidad!, pero en su lugar le di un mordisco a su regalo (hacía horas que no comía nada y ya mi estómago estaba al borde de la hecatombe con tanto café que le había vertido) y comencé a caminar hacia Syracuse, donde me esperaba una rica cena o por lo menos mi memoria en un estado mucho más ordenado que el actual.

Muchas gracias, Señora Historia

Y pensar que gracias a feriados como éstos vislumbraba que el amor todo lo podía (soñar es fácil, me decían algunos y les hice caso porque, bendito, pregúntenle al pavo [y a los pueblos originarios]).

sábado, 7 de noviembre de 2009

La antorcha tiki me hizo alucinar

El boli rojo no se ve en la oscuridad, pero es también la única manera en que un boli rojo puede de repente ser violeta, azul o anaranjado. Entonces es en la ausencia de luz donde todo es posible, donde el país se puede reinventar, donde podemos ganar siempre, donde golpeamos y hacemos sangrar a ese que nos cae tan mal. Hay también una fina línea entre el poder y la violencia. Digamos que esta es la única contraindicación que tiene la oscuridad. Por eso el tiki encendido --y solitario--, flotando como una nube sobre la noche, nos ha venido a rescatar (más bien a esclarecer) y a imponer orden a la dictadura de la negrura, a la libertad desenfrenada de lo transformable.

[Se detuvo un momento. Se guardó el boli rojo en el bolsillo de su camisa y se levantó. A los pocos minutos regresó con otro trago y volvió a tomar su asiento].

Adentro hablan y ríen de lo que nunca nos dijeron. Ahora, más que nunca, notamos lo diferentes que somos. Los años marcan una exagerada diferencia y es porque a veces importan y otras no. El cisma que habíamos intentado solapar se ensancha con cada risa y palabra dada al viento. Así lo quieren ellos y de verdad [este trago fue el más largo de los que había tomado anteriormente] yo no soy quién para decirles que cambien la geografía de nuestros problemas. Ellos adentro; nosotros afuera: ¿algún estado más metafórico que éste? Las metáforas, como las cosas vivas, cambian aunque el trabajo de escribirlas nos haga pensar lo contrario. A mí ese trabajo me tomó el pelo y por eso dejé de escribir, ahora sólo hablo.

Todo esto para advertirles que los tiempos mejores están por venir luego de que nos hayamos caído todos por la falla de las distancias que se ha abierto: porque de tanto intentar apartarnos, al final siempre nos acercamos más. Es lo que ellos haya adentro no entienden. Y es una regla de vida [calla y mira a los que están a su alrededor; les pregunta si les hace falta más tragos, si quieren que pase más comida]: lo más que evitamos es con lo que más nos topamos. En fin, que no sólo es muy cierto eso de que se podrá correr y correr pero nunca esconderse, sino que se podrá huir y rehuir, rellenar, tapar con la mano, ponerse una mascarilla para dormir, pero nunca nada va a cambiar. Eso solo ocurre en la oscuridad, en la falta de luces. O sea, en nuestras cabezas de ingenuos que creemos que podemos hacerlo todo.

[Por última vez se levantó, se acercó a las flamas de las cuatro antorchas tiki e inhalando todo el aire que sus grandes, grandísimos pulmones podían aguantar, las apagó de un porrazo, de un soplido que los dejó a la deriva en una oscuridad más espesa que todas sus ideas juntas].

domingo, 1 de noviembre de 2009

Teoría de los parques V: Dación en pago de la ciudad infinita

Yo nunca supe lo que era un precio cierto, ni dinero, besos, manos o signo que lo represente. Bocas, labios, dientes que nos obligaron a halarnos del pelo, porque masticarse las orejas tiene su límite (como no lo tenía mi promesa de entregarte esa cosa determinada, esa cosa que nació en mi habitación en Rivadavia y se desbordó por sobre los mares hasta llegarte).

Yo no sé de contratos cuando la ciudad se nos enredó en las miradas, abrazos, caminatas en sus parques de estar, en sus veredas irregulares y espressos acompañados con su vasito de agua de soda. Yo sólo quería entregarme como una cosa tan indeterminada para que luego tú me dieras forma, me amasaras entre tus pechos ondulantes y me dijeras que todo iba a estar bien mientras el cielo relampagueaba y las calles se inundaban súbitamente.

Yo comprado no quería nada, ni mucho menos vendido, ni arreglado por escrito. Lo queríamos todo al momento y que nuestros suspiros lo hicieran eterno.

Pero las palabras también llueven y las distancias se abren entre lo ideado, lo querido, entre las páginas no escritas de los contratos que nunca se perfeccionaron. Qué daría ahora por mudarme de esta ciudad, de escapar de sus brazos, regazo y piernas, de pagar cualquier precio. Las lágrimas mueren en la dureza de los propios ojos que prefirieron no mirar hacia atrás.

En otra ciudad, entre los bloques de granito que se elevan hacia el sol, la arenilla de los parques me parece la misma; los árboles, aunque en otra temporada, secretean como los de mi ciudad prohibida. Hay otros trenes, otros taxis, otras gentes que no miran ni espían, que te pasan por el lado en un acto repetitivo. Y aunque el olor es distinto, aunque nunca caminamos por estas calles, todavía, entre los pasos de la gente que se apura escapando del frío de octubre, escucho tus sandalias, el leve sonido de tu falda entre tus muslos y el merecido espacio vacío que creas en ésta y todas las ciudades que piso.

La tribu errante