Yo no sé de contratos cuando la ciudad se nos enredó en las miradas, abrazos, caminatas en sus parques de estar, en sus veredas irregulares y espressos acompañados con su vasito de agua de soda. Yo sólo quería entregarme como una cosa tan indeterminada para que luego tú me dieras forma, me amasaras entre tus pechos ondulantes y me dijeras que todo iba a estar bien mientras el cielo relampagueaba y las calles se inundaban súbitamente.
Yo comprado no quería nada, ni mucho menos vendido, ni arreglado por escrito. Lo queríamos todo al momento y que nuestros suspiros lo hicieran eterno.
Pero las palabras también llueven y las distancias se abren entre lo ideado, lo querido, entre las páginas no escritas de los contratos que nunca se perfeccionaron. Qué daría ahora por mudarme de esta ciudad, de escapar de sus brazos, regazo y piernas, de pagar cualquier precio. Las lágrimas mueren en la dureza de los propios ojos que prefirieron no mirar hacia atrás.
En otra ciudad, entre los bloques de granito que se elevan hacia el sol, la arenilla de los parques me parece la misma; los árboles, aunque en otra temporada, secretean como los de mi ciudad prohibida. Hay otros trenes, otros taxis, otras gentes que no miran ni espían, que te pasan por el lado en un acto repetitivo. Y aunque el olor es distinto, aunque nunca caminamos por estas calles, todavía, entre los pasos de la gente que se apura escapando del frío de octubre, escucho tus sandalias, el leve sonido de tu falda entre tus muslos y el merecido espacio vacío que creas en ésta y todas las ciudades que piso.
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