martes, 3 de febrero de 2015

Invierno tropical (en honor a Emilio Díaz Valcárcel y a mi abuelo)

Fuimos con ansias de vivir un romance más cercano a los libros. Fuimos con esa sed en nuestro inconsciente de solo tomarnos de las manos, porque ya nos habíamos tomado completamente, el uno al otro, en tantas otras noches. Fuimos para ver a Emilio Díaz Valcárcel. Yo había encontrado Figuraciones en el Mes de Marzo entre los libros viejos de mi abuelo, una tarde de verano soleada y fresca, gracias a la cercanía del mar, cuando aún no terminaba la secundaria. Era una edición de Seix Barral que aún conservo en una gaveta, a pesar de que en esta velada universitaria que rememoro nos compramos la nueva recién lanzada por la Editorial de la Universidad de Puerto Rico. 

Fui al lanzamiento porque quería estar con ella en mi nueva universidad. Quería pasearla y que nos vieran como pareja feliz, culta, con un refinado gusto por lo más selecto del verbo nacional. Yo un simple plebeyo que me creía un semi dios; ella toda una Minerva, protectora de gatos, hábil con sus manos y canto. Ella fue más por el arte que por mí, más para comprarle un regalo a un amigo suyo de las artes publicitarias porque yo era simplemente un niño que con ella descubría lo que ella ya conocía.

Vimos al Maestro, hoy muerto. Lo escuchamos hablar sosegadamente, con un cansancio que no parecía cansancio, con una constancia aún íntegra, como cuando leemos y leemos sin parar algo que nos llena el alma. Yo recordaba ese viejo ejemplar que había hallado en el armario de mi abuelo, algo mohoso, con las páginas tostadas, frágiles al tacto. Una edición de los 1970, seguramente muy cercana a la primera de 1972. Esa noche, en cambio, yo me paseaba de la mano con mi edición de 1973, envuelta en un trajecito negro, con sus tacos muy seguros, a pesar de lo menudo de su cuerpo. Olía a flor de naranjas, a canela, a sal dulce del Himalaya.

Año, aroma y tacos sonoros que aún me persiguen, cuando de ella solo me queda el recuerdo, sus humos, figuraciones de esos instantes que tendré de por vida y que ella repite de vez en cuando con otros pequeños que, por momentos, también se creen dioses.

Nos fuimos de la Universidad y nos besamos con hambre, con la certeza de que esto, como las palabras de Emilio, no se acabaría. Y los besos duraron más allá del mal llamado invierno de sol y playa nuestro, ahora ya lejos de sus pies, de sus once dedos, hasta sabe Dios cuando.

La tribu errante