martes, 18 de mayo de 2010

Las cuerdas de la huelga

Pensar que el país está en huelga se me hace difícil, sobre todo luego de que mi humor se haya fugado luego de una constante batalla con mi risa que no pudo contenerse y reventó. Ya dejémoslo ir, me dijo ella, todavía con lágrimas (¿en sus ojos?), hay peores batallas que perder. A las batallas, lo tengo muy claro, me meto por accidente (¿qué iba a saber yo que uno se pude pelear con su humor?), porque yo no las busco, más bien busco un buen libro, un buen momento para decir, este es, en verdad, un buen momento y, ahhh, respirar. Uno, dos, tres y, ahhh, exhalar. Qué maravilloso momento. Eso es lo que busco y hoy me topé con uno y fue quizás por estar deshumorado que me lo disfruté más tranquilamente: detrás de mi cuarto el vecino que pertenece a un trío excelso del área de Bayamón, Cataño y Aguas Buenas comenzó a practicar con sus finísimas guitarras y melodiosas voces. ¿El país está en huelga? ¿Hay un paro nacional? ¿La universidad está cerrada? Nada de eso me pregunté mientras escuchaba a esos músicos, mientras la tarde se fundía con el calor intenso de las cuerdas.

Una vez se acabó la música no tuve otro remedio sino que pensar en la huelga. El país se nos cae y yo aquí sentado contemplando la tarde, pensando si hoy voy a escribir cuando sé desde ayer que no, que no me quiero imaginar nada ni componer algo que luego me devuelva a una catarsis con el pasado o con el futuro, porque dicen que hay que soñar y pensar en el país del futuro, en los posibles imposibles, en las citas del Che, en que los blanquitos estos y los trabajadores aquellos y yo, de verdad que no estoy para eso (no se olviden, que mi humor también está en huelga y anda M.I.A.). Si me sentaba a escribir del todo sería para hacer literatura, porque suscribir un manifiesto revolucionario contra la tiranía del estado era como vagar en una noche trasnochada, porque proclamar por enésima vez los derechos humanos era vomitar sobre la sangre de las víctimas y pues eso no era lo que buscaba.

Se me ocurrió entonces escribir la novela de la huelga, ¡cómo no lo había pensado antes!, de las vivencias de los estudiantes, de los baños compartidos, de los colchones inflables, los confundidos agentes de la Fuerza de Choque (versión nada imperial ni futurística de los Stormtroopers, pero la analogía es ya trillada), de los de arriba contra los de abajo, del poder de una democracia participativa, de los estudiantes opositores a la huelga movidos por su interés personal, por el interés de la derecha, por el interés de sus gatos, por el interés de lo que sea. Y listo, Los intereses encontrados, el título de la novela se me vino encima como un camión dando desesperadamente un viraje en 'u' desde el carril de la extrema derecha.

Era la revolución del siglo XXI: todo ya estaba transmitido por Internet, por webcam, las fotos proliferaban en Facebook como las armas de destrucción masiva en el cerebrito de Bushito. La profecía se cumplía sin cócteles Molotov: no tengo que estar en la huelga para escribir sobre ella. Me busco a una de las periodistas que se encuentran en los alrededores y vivimos (siempe ha sido mi fantasía) un romance in situ.

Llamé a par de amigos que conocen a gente de los medios y al día siguiente ya tenía una cita concertada en El Obrero. Hablamos muy concentradamente sobre la huelga en la hora y media que me concedió sólo porque Oscar es tu amigo me dijo. Gracias, de verdad, le dije, ¿has podido entrevistar a algunos estudiantes? Sí, pero yo rápido le aclaré que quería que me dijera las cosas menos cercanas a lo que incidía directamente con la noticia de la huelga. ¿Cómo cocinan? ¿Junto a los cargamentos de alimentos le distribuyen condones? ¿En verdad se lanzó el movimiento de la media caseta? ¿Cómo es el olor de los baños? ¿En qué parte de los edificios clausurados se hace más fácil y rico el amor? ¿Además de tabaco, que más se fuma? Bendito, la bombardeé de preguntas y ella no sabía qué responder, que eso no era asunto de la prensa ni de la radio, que mejor me buscara a un cronista. ¿Todavía existen en este país?, le pregunté. Tú, si bien no me tienes cara de uno, me respondió, podrías animarte a serlo. Le hice entonces otra pregunta, pero una estúpida, no porque fuese mala la pregunta como tal, sino porque ya sabía la respuesta. ¿Entonces que me falta para ser uno?

Entrar, huevón. Entrar. La respuesta era obvia como el hambre de los chicos de la UTIER que estaban al lado nuestro. Ella no me dijo huevón, eso lo pensé yo, pero por poco me lo dice. Vivir con ellos, verlos, tocarlos, quizás hasta besarlos en los pasillos desiertos de Generales. Pero no, ¿para qué? ¿Acaso no lo puedo reconstruir todo a raíz de los vídeos, fotos y escritos lanzados desde adentro? Quizás. Pero hacía falta más. Lo que necesito, le dije antes que ella regresara a los portones de la Ave. Barbosa, es que uds. me hagan esas preguntas, que vean el lado humano de verdad, no el de los derechos, no el de la lucha, sino el del día a día, de las toallitas sanitarias, de los restos de comida, del intenso olor a postcoito huelgario, a sexo apurado y resudado por la intensidad del sol, por los pantalones sin lavar de hace días, por los estribillos. Ella me sonrió, la compañera de Oscar me sonrió hasta con cierta lástima y dijo que no la molestara más. No se lo digas a Oscar, le supliqué, y me volvió a sonreír con risa de foca o de manatí.

Pensé nuevamente en que lo más fácil siempre había sido suscribir algún manifiesto, imprimir en él mi nombre tan falto de humor y popularidad. Así lo hice cuando regresé a mi casa. Busqué las cinco o seis peticiones de firma que me habían llegado a mi correo, tecleé mi nombre con una satisfacción a medias y antes de irme a dormir puse en mi Twitter este haiku:

"Los acordes se allanan sin protesta
a la tarde bayamonesa
y la luz no huele a chicharrón".

Y me fui a dormir.

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La tribu errante