A pesar de la moderna costra urbana que le había crecido a su distrito de antaño, mi papá aún llevaba muy claro el plano de los referentes y accidentes que lo cruzaban cuando vivía entre estas calles hace 50 años. Junto a él visité a Lince por primera vez cuando Lima aún desconocía del boom, aunque entonces como ahora, las calles estaban sucias, las esquinas rotas, y los autos transitando por el paisaje de penas de una ciudad que nunca ha sido de todos.
Los limeños como mi papá (como yo, santurcino, lo estaré algún día de Santurce, de Miramar y de los parques donde deslicé mis primeras bragas) viven sujetos a una urbe que solo existe en sus recuerdos y emociones. Instintos éstos que lo llevaron a recorrer la capital en busca de esas piezas de su rompecabezas sentimental, de las cicatrices imborrables, de los gérmenes perennes que aún señalan una geografía aparentemente olvidada. Fue así como debajo del estiércol gris, de las arrugas profundas y las lagañas horribles de Lima, y cercano a un parque que antes era un bosque, mi padre, otro Ponce, logró redescubrir la acequia que con tanto esmero buscaba, aquella que bañaba y aún baña los jardines de su eterna juventud.
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