viernes, 18 de mayo de 2007

Raúl Burneo Barreto, invitado de La tribu, y cuatro poemas suyos

Conocí a Raúl en mi tercer año de universidad mientras ambos buscábamos libros de Mario Vargas Llosa en la Biblioteca Lauinger. Desde esa primera conversación surgió la idea de formar un grupo de literatura en español en la universidad. Ese proyecto se convirtió en Paréntesis, un taller (o laboratorio) que nosotros mismos conducíamos para explorar la palabra. De ese experimento surgió, en 2005, la primera revista de literatura en español de Georgetown. Y es gracias a esa experiencia de dos años que se han mantenido unos lazos indelebles entre Raúl, el resto de los miembros del taller y este servidor.

El último poemario de Raúl, Las palabras del extranjero (Colección El Junco Susurrante, Lima, Perú 2007, 73 pp.) , cuya carátula pueden apreciar sobre estas líneas, es un intenso palpitar del que busca asentarse (y sobrevivir) en un lugar desconocido. En esta colección de poemas, lo romántico, ese sentimiento que los brasileros llaman saudade y la audacia del académico y viajero toman una forma ornamentada pero penetrante. Burneo explora la realidad del extranjero a través de un diálogo entre objetos (libros), entre sí mismo (lo que desencadena la poesía), entre otros seres (ellas, poetas muertos) e ideas (la huida, la soledad, la guerra en Irak, y el pesimismo). La fortaleza de la poesía de Burneo radica en su verso que toma matiz de conciencia y de verdad.

II
(De libros y poetas, Homenaje antisurrealista a André Breton, en Las palabras del extranjero)

No hay palabra que me exalte, Breton,
ni la libertad,
me exalta estar sin palabras.

Me exalta la respiración de un ojo tranquilo,
la suavidad de sus alimentos invisibles;
pero todos los días debo devorar mi ración:
Tengo impregnada la miel de la razón en los labios
y la imaginación ha dejado la estela de sus alimentos nebulosos
quemando mi vientre;
pero sólo he conseguido deambular sin dirección alguna,
o delirar atado al imán de los sueños,
y las palabras que escribo ahora sólo me encubren.

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IV
(Recuerdo de ellas en Las palabras del extranjero)

Perdí mi ciudad.

Y el mar como un tapiz furioso y azul
en el que mis ojos nunca pudieron penetrar.

Perdí mi ciudad
y quedé convertido en un mar sin voluntad.

Pero encontré la espuma que caía de tu respiración,
la bella moldura de tu sangre.

Hiciste de mí otro mar
más antiguo que la voluntad.

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El Rey de la jarana
(Paréntesis, Año 1, Vol. 1, junio 2005)

El Rímac no es el río en el cual se ahogó Li Tai Po
cuando intentaba apresar el reflejo de la Luna,
pero es el barrio donde un maestro budista creció
y mezcló su sangre con el aroma de la uva;
donde los rasgados ojos de una limeña le gastaron el corazón,
como el clamor del vals y la marinera
le gastaron la suela de los zapatos.
Y creció viendo como la guitarra y el cajón tejían su telaraña
hasta en el último rincón de los callejones.
Y el pisco moría en las gargantas como un ungüento de seda.
Y en esta algarabía que dura ya dos noches enteras,
un bardo, en medio de la sala, entona —su voz surge del pisco—
una canción añeja.
Y es ahora que el Rey de la jarana se queda inmóvil y apenas habla,
y en el desconcierto abandona su vaso,
abandona las horas tomadas al sueño a lo largo de los días
y que han formado en él una sonrisa sin velos,
abandona su voz sembrada de talismanes chinos,
porque ha descubierto a una negra que danza
y en cuyos pasos arden los mismísimos Azcues.

Y entonces el repentino zapateo de ambos alumbra la sala,
hace respirar al suelo y desentierra las miradas.
No son pasos sino gestos de una provocación que embellece la [noche.

Y a veces de los pies se escapa una caricia,
pero al siguiente giro las pisadas se asientan como risueños látigos.
Y el aire huele a desafío,
y a la galantería de una vuelta
responden los pasos de ella riendo como amables cuchillos.
Ríe el maestro entredientes,
pues conoce que la lucha debe fundirse a la cadencia
y que la única victoria
son dos corazones que tañen
como poderosas campanas.

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Cálida luz
(inédito)

Un poema que recoja tus pies y mis cabellos
tus caderas y mis brazos, tus silencios y mi voz
no es preciso a esta altura de la noche
en que la luz de tu ser brilla a mi lado.


Raúl Burneo Barreto (Lima, 1972) cuenta que la literatura ha sido una de las constantes en su vida: un placer inmenso cuando de niño tomó un libro en las manos, después la estudió tercamente y con pasión en la universidad por largos años y aún lo sigue haciendo como estudiante graduado y profesor en Georgetown University. De ese placer y de esa terquedad han resultado algunos poemas.

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La tribu errante