El 22 de mayo, mientras me tomaba el segundo cubalibre de la noche, Arturo falleció. Lo hizo como los héroes de carne y hueso suelen morir, frente al televisor.
No supe qué hacer cuando me llegó el mensaje, así que reduje mis acciones a solo pedirme otro trago. Luego intenté besar a la chica con la que estaba y, al recibir el rechazo de sus labios, desistí hacer el ridículo nuevamente. Pagué la cuenta, busqué mi auto y una vez adentro lloré como si hubiese perdido a un padre.
Al otro día comencé a tratar de rescatar algunos de los pensamientos que quizás pasaban por la mente de Arturo cuando, de repente (y así lo ha confirmado un médico, amigo de la familia, que tramitó la necropsia), se fue a transitar por la senda de las estrellas a la que le gustaba señalar en las noches que acampábamos en las montañas más oscuras de Maricao.
Lo imagino sentado en su butaca de siempre, pensando en las caminatas que hizo junto a sus amigos de universidad desde los Andes centrales peruanos hasta los ecuatorianos donde, en el pueblo de Gualaceo, conoció y se casó con su primera esposa. O, quizás, se acordaba del primer escusado que tuvo que lavar en Rhode Island cuando comenzó a trabajar en las estaciones de camioneros de la United Parcel Service. Esos primeros cheques, como era de esperarse, llegaban a las pequeñitas manos de esa esposa ecuatoriana que luego, cuando llegó a los Estados Unidos, lo abandonó por un cocinero colombiano.
Por eso, Arturo nunca sonrió ante ese dicho tan popular nuestro de que el amor entra por la cocina. En todo caso, su amor salió por la cocina, tomó el bus 47 hacia las afueras de Providence y subió, con la entrepierna humedeciéndosele cada vez más, los escalones de madera resquebrosos del número 315 de la Post Road que daban a esa cama que nunca más dejó.
Pero, más certeramente, Arturo tuvo que estar pensando en la misma muerte cuando ésta le llegó. Cuando tenía 40 años y yo siete, me confesó que cuando único perdonó a la ecuatoriana fue cuando mató al colombiano. Estoy seguro que todos los días pensaba en la muerte, desde antes de decidir que mataría al colombiano, durante los ocho años que estuvo en prisión hasta esa noche del 22 de mayo, en su vigésimo tercer año de libertad, cuando, de tanto pensarla, se le manifestó.
A Arturo siempre lo conocí como el hermano mayor de mi padre, como mi tío, pero desde el martes 24, cuando la ecuatoriana llegó con uno de mis primos, y me dijo a quemarropa que yo también era su hijito, me empezó a crecer nuevamente la pequeña duda que en algún momento de mi adolescencia sembré al no poder cruzar el pequeño y arregladito jardín que me separaba de mis supuestos padres y al que, desde una muy temprana edad, me habían prohibido siquiera mencionarlo. Ese nítido jardín no era otra cosa que el honor familiar, algo que mis pies jamás podrían tocar porque imaginaba que, si llegase a mover una planta o piedra, destaparía un fantasma que yo, evidentemente, desconocía.
«Tu papá me dice que tu tía perdió la cabeza cuando Arturo mató a su amante colombiano», me dijo en casa la mujer a la que siempre he conocido como mi madre cuando, de pasadita, le mencioné lo de «hijito». Lo habrá dicho por cariño, solidaridad y tristeza. No había más que buscar, me convenció ella; en los países andinos todos somos mamacitas o papacitos o hijitos y no debía darle más importancia a semejante expresión. El problema es que siempre había sentido una afinidad muy particular con Arturo (el gusto por ver los barcos ir y venir en la Bahía de San Juan, las chicas de piernas flacas, el camping y las fogatas, los cuentos de Ribeyro y, junto al amor por las letras, el odio irremediable hacia los cálculos, los números y el orden racional de las cosas).
Con mi padre nunca compartí esas pequeñas cosas. Él me proveía todo lo material, lo necesario para alcanzar el éxito social y de esa manera aseguraba su amor hacia mí. Así que en la juventud, cuando uno va alcanzando una relativa madurez gracias a los errores cometidos, nos empezó a distanciar la manera en que cada uno pretendía ver la vida. Arturo y yo la veíamos como el saltar de flor en flor de loto en un estanque intranquilo, sin tener la necesidad alguna de alcanzar cualquier orilla; mi padre, como un puente macizo, firmemente anclado en el fondo del estanque, que servía el único propósito de adelantarnos hasta llegar a la última orilla posible del planeta.
Mañana enterraremos a Arturo, llueva o no. Parecería que no tengo nada más que hacer que escribir esto, cuando me toca lo más difícil del rito: despedir el duelo. Nadie más ha venido de Ecuador y de Perú (nunca sentó bien en la familia que tuviéramos un asesino entre los Ponce) y el señor al que toda mi vida le he dicho padre me dijo que ya era hora que me encargara de asuntos serios como este, cuando, en realidad es a él quien le tocaría despedirlo por ser su hermano.
¿Hermano y padre o tío? El asesinato, los años y la cárcel. ¿Cómo despedir a Arturo correctamente? Ahora me sumo en estos sentimientos, gracias al «hijito» de la ecuatoriana que ha venido a representar ese pie descalzo mío al que habían exiliado del lindo jardín familiar. Y por eso también me sumerjo en mi vida, en las dudas, en esos miedos tan pavorosos que te hacen sudar en lugares nuevos de tu cuerpo.
Si tuviera a donde ir, bajaría ahora mismo y le exigiría a la mujer y al hombre que siempre he llamado padres a que me dijeran quién realmente era Arturo. Pero creo que es mejor solo imaginármelo como mi padre, ese pobre infeliz que, por matar y sufrir cárcel, vio como su propia familia se puso de acuerdo a que le quitaran la patria potestad sobre su hijo menor y lo enviaran a casa de su hermano recién casado con una boricua (a esa dulce mujer a la que siempre la he conocido como mamá), lejos de Rhode Island, de la ecuatoriana, de todo ese submundo de la diáspora sudamericana de los setenta y los ochenta.
En el duelo no lo llamaré papá. Lo llamaré algo mejor, Arturo, mi maestro, mi confidente, ese asesino confeso que me enseñó a ver la vida alejado de lo previsible, aunque al final la muerte lo haya sorprendido viendo un programa de esos filmados en Miami que repiten por Univisión y que, como a todo viejo de su edad, ya le había empezado a tomar el gusto como paliativo a la soledad en que se encontraba flotando sobre su pequeña isla de loto en el océano tempestuoso de nuestra familia.