Gorda
Esa mañana comenzó como tantas otras: luchando con su ropa. Nada le quedaba bien. Todo esculpía sus rollos de grasa. Los chichos se desbordaban por todos lados. La grasa residía en los lugares obvios, como en el abdomen y las caderas, pero también habitaba en el mollero, alrededor de las rodillas y en los cachetes que, hundiéndole los ojos, le hacían parecer una misma cerda. Sí, ésa era la mejor descripción para ella: una cerda robusta, redondita, rosadita.
El espejo era su instrumento de tortura. No la dejaba escapar a la realidad. Le revelaba sin piedad su cuerpo desfigurado, grotesco, hinchado. Con esa imagen, no podía sentirse a gusto con ninguno de los atuendos. Su obesidad iba en aumento cada vez que se confrontaba con su reflejo. ¿Cuándo se dejó poner así de gorda?
Al fin, no por gusto, más bien por no llegar tarde al trabajo, se conformó con un ajustado pantalón negro y una blusa, negra también, pero con unas líneas verticales. Todo en un vano esfuerzo para hacer ver sus cinco pies, ocho pulgadas más esbelto.
Sabía que era necesario atacar de frente y con absoluta disciplina militar a la gordura que la aquejaba. Pero cuán difícil era… Apenas comía y se sometía a una rigurosa rutina de ejercicios. La verdad era que muchas veces su gula podía más que su deseo de ser flaca, y así se atracaba con rosquillas de crema en la repostería más cercana. Dos de cada tres sábados obviaba su rutina de ejercicios y se entregaba a la más vergonzosa holgazanería el resto del fin de semana.
¡Cómo se arrepentía al llegar a su oficina el lunes! Sentía que entre los brazos y el cojín de su silla sus caderas flojas se desparramaban. A las 10:30 de la mañana se tomaba una pastilla para aplacar el hambre. Aún así, al medio día ya tenía un apetito atroz. Hoy por poco se atraganta con los tomates, zanahoria, pepinillos y lechuga de la ensalada de Wendy’s que almorzó.
–¿A dieta de nuevo? –le preguntó, en tono de reproche, Mariela, una compañera.
–Ya sabes, es una lucha eterna –respondió cabizbaja.
–Si tú te ves bien –le afirmó Mariela, a lo que ella respondió con una tímida sonrisa.
Al salir del trabajo fue directo al gimnasio. Maldiciendo su falta de disciplina, decidió añadir 40 minutos de cardio a su rutina para ver si de alguna manera derretía la celulitis. Era repugnante, necesitaba tomar control. ¡Ahora sí iba en serio!
Al cabo de la sesión, sudada y segura de haber rebajado al menos dos libras, se paró sobre la báscula para medir su progreso. Horrorizada, vio como ese número de tres dígitos parpadeaba y le gritaba a todos en el gimnasio que ella había vuelto a fracasar. Sintió rabia, vergüenza, deseos de salir corriendo y alejarse rápidamente de esos tres numeritos rojos, chillones, malditos. ¿Cómo era posible que ella siguiera pesando tanto? ¡¡103, puñeta!!
Sacha Delgado (Santurce, 1976) pasó su niñez y adolescencia “sujeta a la voluntad trotamundística” de sus padres. Retornó a Santurce en la década de los noventa y se convirtió en la fanática número uno de los Cangrejeros (esto es un hecho y así confirmado por los apoderados del equipo). Puede discutir sobre básquet y literatura con la misma dosis de convicción. “¿Tienes alguna otra pasión?”, le pregunté. “Bueno”, me dijo muy melosa ella, “el chocolate, pero eso no se discute... se devora.”
7 comentarios:
súper
aunque me encantó más la nota de la autora...
Ja, ja, ja. Por lo menos no usaste tu 'pero' infame. ¿Cuándo vas a mandar algo para La tribu?
Saludos, Luis, me he estado dando un paseo por aquí. Está bacán
Raúl
Una realidad.
Sacha:
Cuando me dijiste que habian publicado algo tuyo en el blog, no pude contener la curiosidad. Sabes que soy "presentá" por naturaleza. Tengo que confesar que me gustó mucho el estilo de tu escrito, por supuesto nada sutil y bastante crudo. Me gustó el elemeno de sorpresa, el final realmente no me lo esperaba. Espero poder seguir leyendo tus escritos aqui mientras este lejos.
Gracias, Raúl. Pendiente a lo nuevo de Paréntesis que viene por ahí.
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