No es que defienda o apoye lo rudo, inculto y rústico. Ni tampoco es que desee imitar esa tipografía del cafre boricua, sus formas y fondos. Pero -y continuando con el legado semántico de Sunshine- de igual modo, no pretendo convertirme en el cruzado de lo avanti y de lo sublime, lo eminentemente artístico. Creo en que hay que salpicar un poco de cafrería a nuestro entorno de todos los días. Por supuesto, el arte, la búsqueda de la perfección (que es la verdad) y la expresión contundente deben regir cualquiera que sea nuestra labor y, sin embargo, esto no implica que de vez en cuando nos gocemos un chiste de La Comay o unos "hot dogs" guisados con arroz blanco (como sirvieron hoy de almuerzo en la escuela donde trabajo).
Lo cafre no es la cultura popular, pero sí es lo burdo, mediocre y enlatado que de ella puede degenerar (el merengue de grupillos, la constante gula de jamonilla y empanadillas de pizza son un buen ejemplo). El cafre o kāfir (ya que viene del árabe pagano o bárbaro) puede ser alguien que no tenga educación pero no necesariamente. Las universidades están llenas de esa tribu de los cafres: son los que simplemente pasan por la universidad, los que no logran entablar ese enlace tan personal y enriquecedor con el mundo académico. Los ves, precisamente, hablando de "este y de aquella", de las eternas fiestas, del sexo banal. Son los pseudos estudiantes (porque los estudiantes eternos somos otra cosa).
Las profesiones están llenas de cafres. Véase los parlamentos y congresos del mundo (y a las residencias presidenciales) y encontrará su buena dosis de bárbaros. Vaya a las convenciones de los maestros, de los doctores, farmaceúticos. En fin recibirse de algún grado, matricularse en una universidad, no es cura infalible contra la cafrería.
La cafrería para mí es un marco, una guía y una manera de comprender el lugar donde convivimos. No es el fin. Hay que denunciarla. Pero para hacer eso hay que entenderla, experimentarla y, de vez en cuando, escribirla.
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