Morrison me refutó y empezó a hablar de las coincidencias. Dijo todo lo que se le ocurrió para resaltar mi estupidez: construyes cosas de lo que te place y te las tragas como la única realidad. Él suele hablar con una pasta vertiginosa, enunciando todas las ‘eses’ y ‘des’ de las palabras. Suele hablar también sin mirarme, con la vista secuestrada por la pantalla del iPhone. Conversar con él es consagrarte en la paciencia, una virtud en desuso, pero necesaria en casos como este para que tu mejor amigo te diga algo sobre lo que hace años viene ocurriendo. Un tiempo verdaderamente considerable en el que siempre has decidido hacer nada.
Esa tarde le explicaba la conexión aparente en todo lo que Milady Anne y yo escribíamos, pensábamos y hacíamos. Su pregunta inicial era obvia: ¿y cómo estás tan seguro de eso? Patética, mi respuesta se circunscribía a lo virtual: por el Facebook, el Instragram, el mismo Twitter. He identificado un leit motif (de repente los vecinos de la parte posterior de la casa empezaron a tocar Ya es muy tarde) en toda nuestra huella virtual. Inmediatamente me pidió que abundara.
Me quedé pensando en la palabra. Abundar. Eso es lo que Milady y yo hemos estado haciendo todo este tiempo. Es la acción que mejor podía describir este escenario. Pero no sabía en qué abundábamos.
Empecé a explicarle a Morrison: a veces cuando ando por Guayama ella pone en su status que está o va para Guayama. Eso suele, ocurrir. Se llaman coincidencias. No, Morrison, son acercamientos del alma. También me ocurrió una vez que de tanto pensarla se me apareció. Primero vi a su hermana, al otro día a su mamá (todos en lugares distintos) y entonces el viernes, de entre la multitud, se lanzó un anzuelo que me llevó hacia ella y a su mirada aún fijada en las nubes. Conexiones del subconsciente, nada más; no le des importancia.
Había anticipado sus respuestas y por eso no me daba por vencido. Entré al tema de los hashtags, porque de entre el caos del Internet, era improbable que se dieran situaciones tan similares entre dos personas que llevaban años sin hablarse. O sea, me quieres decir que, por ejemplo, los dos pusieron lo mismo cuando llegó Obama o con lo del Picu. No me hagas perder el tiempo con esas mentiras, chico. Morrison dijo esto cuando ya se había entretenido con su télefono. Sabía que escuchaba lo que le contaba, pero me contestaba sin pensar (creo que no hay mejor definición que ésta para describir la conducta en esta era de la información).
Evidentemente esas no eran las coincidencias. Era de haber pensado en un mismo lugar y tuitearlo al mundo: el café en el que nos citábamos los sábados luego de mis clases, #cafélaplace, con pocas horas de diferencia. Hacernos fan del mismo blog en el que ya pronto empezaría a escribir, @acordeones. Tirarnos el status proverbial del tiempo pasado, real o no, con otras personas, en otros lados y formas. Reusar los mismos tags en el Instagram: #túsabes #bellaquin #donmamino #oíste. Adivinarle los dedos en una foto sin rostro, porque ese fue el bar donde los besos dejaron de ser palabras y se convirtieron en labios, #nuncamás.
Morrison no se rió como suele hacer cuando me pongo, como dice él, a enmierdar oraciones para que suenen lindas. Luego me preguntó: ¿qué has esperado entonces para llamarla?
#Noinsistas, decía la canción y fue lo que Milady Anne había tuiteado hace unos días. No encuentro otra manera efectiva de insistirle, te soy honesto y, a la vez, me parece que no hay mejor forma de estos lazos, de estos cables a los que seguimos conectados.
Interesante que me hables de cables en la era del Wi-Fi. Háblame mejor de telepatía: estamos viviendo en el futuro, mi pana. Morrison se quedó mirándome. Ya había dejado el móvil tranquilo, lo que indicaba que estuvo totalmente atento a mi última intervención. Le pedí el teléfono porque quería verificar algo en mi Twitter; un breve préstamo que siempre me concedía
Mientras abría mi cuenta en el buscador del iPhone, Morrison siguió comentando sobre mi metáfora: Al final, mano, con tantos cables se van a ahorcar. Yo, en cambio, la buscaba a ella y en mi mente defendía mi descripción: son emociones ancladas en cosas tocables, son líneas que resisten el tiempo, otros cuerpos, las lluvias de verano y las huelgas.
Y entonces allí estaba, ese tweet de hace una hora, solito, encima de las risas, las ironías, los intentos -algunos geniales, otros frustrados- de asomarse a la tuiteratura: “Las cuerdas se doblan y ya es muy tarde #piénsalo”.
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