Entro al salón y a veces no reincido en el asiento de la vez anterior. No me importa. La sala es bastante amplia para que ningún estudiante se quede de pie. La profesora tarda unos diez, quince minutos en entrar e iniciar la clase. En la espera hablo con algunos de los compañeros, enciendo mi computadora y ya pienso en qué haré luego que salga de aquí. La hora y pico de clase se extiende mucho más que el horario acordado porque el tema --en realidad la gran mayoría de ellos en esta Facultad-- tiende a ser técnico y al así serlo, no queda otra sino de catalogarlo como aburrido. En el aburrimiento de esta clase es donde decido a hacer cosas que luego no hago. Me quiero comprar un auto, por ejemplo, y pienso en la independencia que adquiriría al tener una cuenta que deba con el banco. Pienso en mudarme lejos de Bayamón y lo más cerca al mar. Las playas, la desnudez controlada siempre pintan un mundo mejor.
Las ideas están llegando como bandadas de gaviotas. Una idea equivale a mil horas de vuelo. Así me la paso en la clase, volando.
Salgo y llego hasta otras orillas. Me detengo, examino el aire, el sabor de las cosas. Cualquier cosa es mejor que estar atendiendo legajos indescrifrables de angustias legislativas. Una vocecita me dice que no nací para esto. ¡Qué mucha razón tienen esas vocecitas! Yo la secundo, pero sé que hasta nuevo aviso no hay escapatoria. Vuelva otro día en que los cambios sí sean posibles.
Se me ocurre sacar a la gente mediocre que habla por la radio. Hay una diferencia crasa entre un analista de verdad y un analista de la radio. El último analiza para una audiencia; el primero para todos. Yo quiero más al primero aunque nadie después lo quiera.
Me parece chulísimo unirme a una masa de gente que con violencia irrumpa en la legislatura, los tribunales, La Fortaleza a saquear los archivos, tirar las sillas y monitores por las ventanas, romperle la cara a malletazos a dos o tres y proclamar que ahora sí, el pueblo va a legislar, adjudicar y ejecutar. ¡Revolución! Gritarán unos. ¡Anarquía! Llorarán otros. Nada de eso, quizás y sólo quizás, un fútil intento de rescatar lo insalvable.
Quiero publicar un buen libro. El problema es que tengo que escribirlo primero. Las hojas sueltas que he dejado por la vida son objetos casi extraviados y en muchos casos inconclusos. No ha sido falta de tiempo ni espacio, sino falta de tinta o, en el peor de los casos, de lápiz.
Vivir en otros países siempre ha sido mi debilidad. Buenos Aires, Nueva York, Lima, Barcelona, Shanghai (sí, si me voy a China la primera ciudad en que viviré será Shanghai). Imagino en qué barrios viviré, qué platos aprenderé a cocinar, con cuantas chicas lograré acostarme y quién rayos me dará trabajo. Expectativa. Incertidumbre. Lo desconocido suena maravilloso cuando vivimos en lo conocido. Necesito uno, dos, tres días de descubrimiento, unos Días de la Raza, Hispanidad, de Colón, de lo que quieran, solito para mí.
Alguien alguna vez pensó que viajaba mucho para salir de casa de mis padres. Y sí, esa persona tenía razón. Y ahora puedo, ahora estoy más cerca de conseguirlo. Y no tan sólo de mis padres, sino de toda esta Isla. Para salir de la imbecilidad a la que nos hemos tirado de pecho. El problema es que siempre el amor derrota a la imbecilidad.
En todas estas ideas pienso hasta que noto que en mis apuntes de clase se confunden los casos que se discuten con estas ideas peregrinas mías. Debajo de los temas de clase se encuentra mi lista de cosas que nunca haré y luego las impresiones de una comapañera sobre un artículo de de una ley. Me desconcierto un poco y rápidamente me pregunto si a otros compañeros les pasará lo mismo, si dentro de una misma oración un reflujo mental inrrumpe el proceso normal de raciocinio o si yo soy el único, el que ya ha olvidado controlar su mente. Mis ideas. Estas manos que a veces escriben lo que le plazca.
Imagino de todo menos lo que realmente haré luego que se acabe esta clase. (Tan difícil imaginar algo tangible cuando te mueves obligatoriamente en el mundo de las percepciones). Y por eso, cuando llega el momento nunca hago nada y me tomo una siesta que es mucho mejor que gobernar o dar una clase tan mala como ésta.
4 comentarios:
¡!Primera cafrería para este post!!!!!
¿Quién dijo que las musarañas son improductivas?
Este texto me recuerda a “Las babas del diablo” de Cortázar. La perspectiva dentro de la perspectiva.
En las musarañas todo es más glorioso. Yo soy el musarañero mayor.
Si... a otros nos pasa... y más en clases como esa (creo saber de cual hablas)
y yo también pienso en irme, en platos, libros sin escribir, posibles amantes lejanos, el olor de las calles por caminar...
también sustituyo los planes con la siesta... por ahora
ah! también me hablan vocesitas y pienso que tienen razón
Gabriela:
Las vocecitas bregan y siempre tienen razón (¿pero qué personas seríamos si todo el tiempo nos dejáramos llevar por ellas?).
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