Cuando la Olga me condujo a su ciudad me pareció entrar a un escaparate de 1980. Por lo de escaparate no te ofendas. Todo lo contrario, me sentía emocionado, no tan sólo por que estaba en presencia de tu pasado –los libros amontonados por los años, las fotos de tu familia, el maravilloso afiche de Lautrec-Toulouse, las medias multicolores– sino por el olor de tus cosas que me hacían recordar mis veranos en París. Porque París es todavía tierra de escritores, Olga. El estado francés ha hecho de la patria de Apollinaire y Verlaine un elefante lento y pesado, pero todavía conserva ese inquietante vaho –como el del Sena en las madrugadas– que emboba y seduce a cualquiera. O por lo menos en mí tenía ese efecto y sé que en ti también lo tendrá cuando hagas lo propio y visites a París.
Lo propio en este momento es dejarme que me cuentes tu pasado. Yo escucho mejor de lo que hablo. De hecho, no me hagas caso por mis intentos de llenar los silencios. Mejor habla tú que has vivido más que yo.
A mí me falta hacer tantas cosas. Vivir en Madrid. Permanecer tres días sin dormir en el Carnaval de Río. Subir a lo alto de un edificio con una enamorada y decirle que si en este preciso momento un avión se nos viniera encima y derrumbaba esa torre gemela del tiempo moriría feliz. Me faltan por decir muchas cursilerías, Olga, de adornar mi vida de clichés porque, ¿acaso eso no es lo que hace la gente normal, la gente que ama? Decir por ejemplo: me gustaría que tú fueras esa enamorada y no morir en lo alto de un edificio sino de hambre por querer ser escritor.
Me voy ahora. Los recuerdos han regresado. Y me digo tantas veces lo mucho que se me parece esto a tantos otros encuentros fallidos porque en aquel entonces, como ahora, me rehusé a repetir las cosas que la gente siempre dice. Te las dije diferente y bien que las entendiste, pero nos mantuvimos afianzados a nuestras orillas, alejadas por diez leguas australes, que ninguno de los dos osó acortar. Mi esperanza es que en algún momento osemos caminarlas.
(Escrito en mayo de 2007).
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