sábado, 21 de agosto de 2010

Museo

Una sola foto es la que siempre basta.

No es nada nuevo eso de que una imagen vale más que mil palabras. Lo nuevo es soñar con rehacer la vida misma luego de ver esa foto junto a todo el bagaje de palabras desperdiciadas sobre la larga marcha hasta llegar a esta noche. Palabras antiguas enunciadas para quererte mejor, para hacerte mejor, para decirte que eras maravillosa y que podías serlo más aún. Y sabiendo que eras visual jamás te enseñé una foto parecida a esa con la que me topé hoy gracias al Facebook y su justicia cibernética.

La culpa de no habértela enseñado fue de la total confianza que siempre le he tenido a las palabras y a nada más. A notas como estas que de tan pesadas no pueden tomar vuelo en postales y cartas como antes. Me circunscribo a la nueva realidad de la vida social: el teclado, la pantalla, las fotos, videos y duplicidades para el trending.

Pero este blog no tiene una escala de popularidad. Mis intentos por entenderte y entenderme tampoco. De locura tiene mucho, pero no de la que se vocifera por estos espacios. Es una locura más bien pedestremente literaria (mis autores peruanos y sus fastidiosas novelas de desencuentros que me hacen imaginar cosas a lo Burroughs en Naked Lunch). No veo, escarabajos ni ciempiés gigantes, te veo a ti y luego a mí envuelto en una histérica nube de números y fechas y lugares. Sí, esos son los animales (más bien las visiones) que no me dejan dormir. Es un padecimiento que también muestra el siguiente cuadro: hacer cosas sacadas directamente de los libros y no de la realidad. A todas horas construyo un país de páginas que se extienden interminables hacia confines imaginarios tal y como Borges (el real y el del parque) lo hubiesen querido. Y a todas horas no sé en qué coordenadas colocarte.

Esos números monstruosos relatan la estúpida idealización de este amor ¿imposible?

Que no me podías esperar (me dijiste la última vez) y yo entonces me tiré a a cruzar ríos sin importar los golpes de agua, las piedras, las lluvias y sequías para acercarme más a tus distantes orillas. En ese recorrido he hecho de (casi) todo y tú has girado como los girasoles en un clima como el nuestro de nubes y sol, de lluvia y calor, de polvos y brumas.

Hasta que vi la foto que ha desencadenado este largo murmullo.

Tu rostro en la foto con esos espejuelos que estuvieron contigo cuando andabas por España y que ahora, luego de todos estos años, siguen ahí sujetándote una mirada que nunca toqué; esa eterna mirada retratada e ignorante de todo lo que podría desencadenar. Estas visiones. Estos vuelcos por el suelo. Estos fuegos artificiales tardíos.

En ella estás mucho más joven que ahora; más viva, con tus ojos grandes y abiertos, esos que nunca te conocí. Puedo atisbar muy pocas, poquísimas, las razones por las que has perdido esos ojos, porque estaban cerrados, de por qué la mirada te luce en un naufragio permanente, pero no las repetiré por aquí.

Yo, claramente, debo abrir más los míos para no seguir enamorándome de las fotos de tus vidas pasadas.

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La tribu errante