Ayer pude pensar en nada mientras veía la tarde caer en el parque. Como nos enseñaron en los grados primarios, ver es muy diferente a observar: yo sólo tenía los ojos abiertos, el rostro posicionado en la misma dirección de hacía ya un rato y, de repente, mi mente se abrió en una veloz transparencia (que es el color de la indiferencia y, por eso, también de la nada).
Llevaba años intentando no pensar en algo, pero fue en este último año que la fascinación se volvió una obsesión. No fue hasta ayer, en uno de los pocos días sin lluvia de este mes que, sin buscarlo, ni pedirlo, ni llamarlo, llegó la transparencia. El tiempo obviamente no se detuvo, sino que las ojas empezaron a caer con una suavidad peculiar. Veía todo, lo reconocía, entendía todo lo que estaba ocurriendo justo hasta ese momento en que el mundo seguía igual menos yo. Había dejado de estar habitado por pensamientos, murmullos, por el más mísero aguaje de una idea graciosa o rara. No sé cuánto permanecí así, quizás fue un segundo, a lo mejor minutos, quizás, diez.
Salí del marasmo, de las aguas incoloras de la nada y me fijé finalmente en el niño y la niña que se habían sentado en el banco de en frente. Se tocaban las piernas en un tierno gesto de curiosidad. Empezaron luego a abrazarse y a tocarse el rostro; yo fui quizás el que le añadí alguna dosis de sensualidad, porque realmente no la había, la piel del otro era como la piel propia o un pedazo de papel en blanco o la superficie de una estatua. Terminaron con su juego, retomaron sus respectivas bicicletas y enfilaron hacia la fuente cercana al Tribunal Supremo.
Quedé reconfortado con la escena ya que hacía tiempo no veía a niños de tan cerca y, bueno, no tan sólo eso, sino la aparente inocencia con la que llevaban a cabo su juego. Los juegos de mi mundo tomaban otros caminos, muchas veces escabrosos, hacia ideas que buscaban engañar a la mayor cantidad de personas. El planeta, en vez de ser un parque, hacía tiempo era un campo minado por la complacencia. Por la mía, incluida también, porque me había cansado de buscarle soluciones, de buscarme soluciones.
Fue un buen ejercicio, aunque todo se complicó cuando vi a dos adolescentes sentarse en el banco de mi izquierda. Ella llevaba un trajecito de diseños geométricos, mientras el muchacho vestía de jeans y una camiseta. Los dos llevaban gafas y iPods. El muchacho, a todas luces, era yo en una versión mucho más joven y quien sabe si hasta mejorada. No llegué a escuchar lo que hablaban, pero estuvieron largo rato conversando, más bien discutiendo, y ya cuando las luces del parque se encendieron los vi levantarse e irse en dirección a la avenida Ponce de León.
No bien ambos terminaron de perderse entre los árboles, en el banco hacia mi derecha me senté yo, pero vistiendo una chaqueta y pantalones ajustados y con un cigarrillo entre los labios. Me veía bien; a lo mejor tenía mi misma edad, pero tenía una apariencia más bohemia, de pensador alternativo y no de académico trasnochado. Pasaron como unos cinco minutos hasta que ese otro yo se volteó y me miró. Luego me saludó de una manera diferente, un saludo que yo nunca habría hecho y me preguntó si estaba entretenido pasando mis horas largas en este parque. ¿Horas largas? Sí, me respondío, has estado unas cinco horas en este parque. ¿Qué es lo que se te ha extraviado? Era una pregunta que yo mimo me hubiese hecho, era clarísimo. La inocencia, dije, la necesidad de alejarme de todo, la solución a mis enredos. Creo, me dijo o, más bien, me dije, que has perdido la noción de tu tiempo. El que se ha extraviado eres tú: mírate.
La luz anaranjada de los faroles pintaban mis alrededores de sepia, pero al fondo de esta parte del parque pude distinguir a un señor grueso en sudadera que andaba apresuradamente con un palo en una mano. A pesar de que la oscuridad se precipitaba con más furia mientras más lejos intentaba mirar, noté el pelo blancuzco del señor y las grandes orejas.
Y ya cuando este señor estaba justo al lado de los faroles más cercanos de mi banco pude distinguir, como una vieja melodía, esa respiración tan fuerte (y bochornosa) que aprendí cuando, en mis clases de educación física, me enseñaron a inhalar y exhalar correctamente.