jueves, 29 de julio de 2010

Transparencia

Ayer pude pensar en nada mientras veía la tarde caer en el parque. Como nos enseñaron en los grados primarios, ver es muy diferente a observar: yo sólo tenía los ojos abiertos, el rostro posicionado en la misma dirección de hacía ya un rato y, de repente, mi mente se abrió en una veloz transparencia (que es el color de la indiferencia y, por eso, también de la nada).

Llevaba años intentando no pensar en algo, pero fue en este último año que la fascinación se volvió una obsesión. No fue hasta ayer, en uno de los pocos días sin lluvia de este mes que, sin buscarlo, ni pedirlo, ni llamarlo, llegó la transparencia. El tiempo obviamente no se detuvo, sino que las ojas empezaron a caer con una suavidad peculiar. Veía todo, lo reconocía, entendía todo lo que estaba ocurriendo justo hasta ese momento en que el mundo seguía igual menos yo. Había dejado de estar habitado por pensamientos, murmullos, por el más mísero aguaje de una idea graciosa o rara. No sé cuánto permanecí así, quizás fue un segundo, a lo mejor minutos, quizás, diez.

Salí del marasmo, de las aguas incoloras de la nada y me fijé finalmente en el niño y la niña que se habían sentado en el banco de en frente. Se tocaban las piernas en un tierno gesto de curiosidad. Empezaron luego a abrazarse y a tocarse el rostro; yo fui quizás el que le añadí alguna dosis de sensualidad, porque realmente no la había, la piel del otro era como la piel propia o un pedazo de papel en blanco o la superficie de una estatua. Terminaron con su juego, retomaron sus respectivas bicicletas y enfilaron hacia la fuente cercana al Tribunal Supremo.

Quedé reconfortado con la escena ya que hacía tiempo no veía a niños de tan cerca y, bueno, no tan sólo eso, sino la aparente inocencia con la que llevaban a cabo su juego. Los juegos de mi mundo tomaban otros caminos, muchas veces escabrosos, hacia ideas que buscaban engañar a la mayor cantidad de personas. El planeta, en vez de ser un parque, hacía tiempo era un campo minado por la complacencia. Por la mía, incluida también, porque me había cansado de buscarle soluciones, de buscarme soluciones.

Fue un buen ejercicio, aunque todo se complicó cuando vi a dos adolescentes sentarse en el banco de mi izquierda. Ella llevaba un trajecito de diseños geométricos, mientras el muchacho vestía de jeans y una camiseta. Los dos llevaban gafas y iPods. El muchacho, a todas luces, era yo en una versión mucho más joven y quien sabe si hasta mejorada. No llegué a escuchar lo que hablaban, pero estuvieron largo rato conversando, más bien discutiendo, y ya cuando las luces del parque se encendieron los vi levantarse e irse en dirección a la avenida Ponce de León.

No bien ambos terminaron de perderse entre los árboles, en el banco hacia mi derecha me senté yo, pero vistiendo una chaqueta y pantalones ajustados y con un cigarrillo entre los labios. Me veía bien; a lo mejor tenía mi misma edad, pero tenía una apariencia más bohemia, de pensador alternativo y no de académico trasnochado. Pasaron como unos cinco minutos hasta que ese otro yo se volteó y me miró. Luego me saludó de una manera diferente, un saludo que yo nunca habría hecho y me preguntó si estaba entretenido pasando mis horas largas en este parque. ¿Horas largas? Sí, me respondío, has estado unas cinco horas en este parque. ¿Qué es lo que se te ha extraviado? Era una pregunta que yo mimo me hubiese hecho, era clarísimo. La inocencia, dije, la necesidad de alejarme de todo, la solución a mis enredos. Creo, me dijo o, más bien, me dije, que has perdido la noción de tu tiempo. El que se ha extraviado eres tú: mírate.

La luz anaranjada de los faroles pintaban mis alrededores de sepia, pero al fondo de esta parte del parque pude distinguir a un señor grueso en sudadera que andaba apresuradamente con un palo en una mano. A pesar de que la oscuridad se precipitaba con más furia mientras más lejos intentaba mirar, noté el pelo blancuzco del señor y las grandes orejas.

Y ya cuando este señor estaba justo al lado de los faroles más cercanos de mi banco pude distinguir, como una vieja melodía, esa respiración tan fuerte (y bochornosa) que aprendí cuando, en mis clases de educación física, me enseñaron a inhalar y exhalar correctamente.

viernes, 23 de julio de 2010

Noche naufragada de verano

Los caminos no conducían a ninguna parte.

Luego de una difícil jornada estudiando y escribiendo bajo la llovizna incesante de estos meses (la isla se va a hundir, creo que ya alguien lo profetizó, tarde o temprano la isla se va a hundir más de lo que la hemos hundido), tuve que salir porque ya las paredes de mi cuarto no me podían contener. Salgo aunque llueva, me dije, y salí sin saber a dónde dirigirme.

Las ocho de la noche de un jueves mojado: el expreso abierto a sus anchas, vacío. El exceso de lluvia era el verdadero peligro, los charcos inmensos que te arrojaban el agua sobre el parabrisas y te hacían perder el control por unos instantes. Ya en pocos minutos me encontraba llegando a mi primer y único destino: Puerta de Tierra. Hacía medio año que no me metía por sus callecitas en busca del 'matecito', como una amiga argentina le llamaba a lo que le conseguía. Ya yo había salido de estas cosas y para nada extrañaba el viaje, ese alargar de la realidad hacia las profundidades de las percepciones más minúsculas, pero las largas horas de escritura me habían provocado algo mucho más intenso que una cura: echar ancla en el pasado.

Justo pasé por la esquina donde conocíamos a la familia que nos la vendía y me detuve. Apagado el motor, las gotas de lluvia chocaban con más fuerza contra el carro. Golpes que a veces parecían pedradas; una furia que comenzó por desesperarme y eso que no iba a comprar nada, cero. Permanecí estacionado con las luces apagadas y veía una que otra figura atravesar la columna de luz que se reflejaba contra mi guagua, proveniente de la única tienda que parecía abierta a esta hora. Dos personas me tocaron el cristal ofreciéndome lo que tenían: el famoso 'matecito' (que no era otra cosa que nuestra versión del nevadito, porque la yerba ya venía empolvada antes de rolarla), coca, pastillas y la cura, la más democrática de todas. No bajé la ventana para nada. Estaba allí para recordar a Romina y las huevadas que habíamos hecho juntos. Encendí las luces y partí en dirección a El Condado. Me imaginé caminando las calles oliendo a lluvia, a mar y a laguna a la vez, lo mejor de los tres mundos, pero en el último minuto desvié el guía hacia el expreso, no sin antes contemplar la idea de entrar por Miramar para llegar a Santurce y ver si algún friquitín seguía abierto para comerme algo. Cuando pensaba en lo que me quería comer ya era muy tarde y me había alejado de la ciudad sin ningún destino en mente. Estaba ya empezando mi camino de regreso.

La idea de volverme a Bayamón me había derrotado, pero nada parecido a pensar que luego de cinco años viviendo aquí no tenía ninguna puerta que tocar, nadie a quien visitar. No me iba a aparecer a casa de mis compañeros de estudios, era jueves, estábamos en finales y mi visita bajo esta lluvia sería más que inoportuna, inesperada y desagradable. ¿Y qué de mis ex novias? Pues ahí estaban, habían sido mis únicas amigas, las pocas que me habían abierto a otros círculos, a los músicos de la Calle Loíza, los artistas del Viejo San Juan, los teatreros encerrados en sus cuartos de la Ponce de León que vivían como en un hormiguero entre el Walgreen's y el Correo. Todas estarían perdidas en sus mundos que yo había desinflado por puro capricho, pienso a veces, o por miedo o quizás por eso de seguir dándole a la ruleta de la suerte y ver qué me deparaba en otros lados.

De novias, nada y de amigos tampoco. Jorgito estaba muy lejos y a esta hora no me iba a ir a buscarlo a los campos de Cupey. Max, coño, se ma había olvidado Max en La Perla, pero lo más seguro no iba a estar, ¿qué iba a estar él metido en su casa a estas horas? Además era jueves, día de carga y descarga.

Los relámpagos ya desbarataban la oscuridad del cielo y yo atravesaba la Kennedy. Antes de dejar Puerta de Tierra hacia El Condado, había pasado por el parque en el que solía caminar con Romina, como el así hacerlo nos transportara a Buenos Aires, a esa tarde de noviembre cuando nos tiramos en el césped a besarnos con ese descaro con el que se besan los porteños, con ese beso de "el país está jodido, lo más seguro yo también, pero no importa".

La beca que me trajo a Puerto Rico antes me daba para vivir cerca de la universidad, pero la beca era sólo para tres años y llevo cinco, por lo que tuve que alejarme cada vez más e invertir en un Honda destartalado que me resolviera donde el tren no podía, o sea, a todos lados menos a la universidad. El cuartito que rentaba estaba en el mismo centro de Bayamón, en ese cuarto donde Romina también estuvo, es más, ella lo estrenó conmigo cuando me mudé y pasó en él varios meses hasta que partió dejándome sólo una escueta nota diciéndome que me había amado, pero no lo suficiente. No sé, ¿acaso se puede amar y no hacerlo completamente? Pues parece que sí, Romina a mí me lo hizo y yo, quizás, se lo habré hecho a todas las novias que tuve después.

Me acercaba ya al peaje y seguía sin saber a dónde me dirigía excepto a casa. Pero no me daba por vencido, debía haber otro lugar a dónde ir; era como insistir por la puerta del regalo secreto en un programa de juegos. Al lado tenías la lavadora y una motocicleta reluciente, pero no, nada qué ver, ahí estaba ese inmenso signo de pregunta que podía ser cualquier cosa. Esta noche, cualquier cosa era mejor que regresar.

Pero regresé. Estacioné a una dos cuadras de mi edificio y empecé a caminar bajo la lluvia mientras me cercioraba que tenía las llaves conmigo. Todavía era temprano, pero el clima hacía que todo se viese más tarde, quizás la una o dos de la madrugada; como en el expreso, no habían carros circulando, eran los árboles, el asfalto, la lluvia y yo.

Subí hasta el segundo piso, abrí el primer portón, luego el segundo hasta caminar por el largo pasillo que conducía a mi cuarto. En este punto se me imposibilitaba ya encontrar la tercera llave para abrir mi puerta. Deseaba estar en todos lados menos aquí, de vuelta a la madriguera, a la cama de siempre, a la mesa de plástico que había apurado contra una de las paredes y que seguía de pie gracias a la torre de libros que sustituía a la cuarta pata perdida. Entré y no pensé que vería a Romina. Qué haces, le pregunté, cómo has entrado y yo no podía creerlo, me parecía que lo había imaginado todo, no era posible, Romina, te fuiste y ahora has regresado, ¿por mí o por más matecito?

No hubo respuesta, solo el nombre de ella escrito incontables veces sobre mis papeles, mesa, libros y paredes, y el rayo que cayó justo frente al edificio que me hizo arrojar el porro al suelo.

jueves, 22 de julio de 2010

Salseando en el Viejo San Juan

Jamás encontrarás el
amor en el placer
cronometrado de la cama.

Bailarás sobre la
fantasía de los
hombres y con
tus tacos harás
llover incontables
aguaceros sobre
tu pubis.

Los pasos dobles sobre
los adoquines hasta
tu depa no son
un acto de consideración:
es la búsqueda solitaria
por lo limitado: un quejido,
un grito nocturno
que terminan siempre
por plasmarse en tus cuentos
mas en ningún otro sitio.

Al final, eso que
piensas que es amor
no es amor.
Al final las cosquillas
no son caricias.
Las lenguas, los labios,
la carne y la saliva
no hacen un beso.

Buscas de otros,
buscaste de mí
pero siempre te
has buscado a ti misma.
Luego de todos estos años,
¿dónde estás que aún no
te puedes encontrar?

jueves, 8 de julio de 2010

Hoy estoy en La Acera

La segunda parte de mi crónica sobre la división racial en Washington, D.C. ya está disponible aquí.

Si tienen planificado visitar a la ciudad no dejen de ir al Busboys and Poets Café, en el barrio de U Street. Me impresionó su compromiso con el ambiente, la comunidad y la contribución que hacen a los proyectos educativos y de mejoramiento social. Además, su menú es interesantísimo con opciones vegetarianas y veganas. Y para los amantes de los mariscos, sepan que para la vez que estuve por allá le tenían un boicot a los fruits de mer canadienses al estos permitir la caza de focas bebé.

Lean. Comenten.

Por ahí viene la tercera parte de la crónica sobre gastronomía para que también coman.

martes, 6 de julio de 2010

Hombres barren el machismo del Capitolio de Puerto Rico

Abajo encontrarán el video de la barrida simbólica contra el machismo celebrado en la mañana de hoy frente al Capitolio de Puerto Rico, en Puerta de Tierra.

El mismo estuvo convocado por el Movimiento Amplio de Mujeres de Puerto Rico.

La Isla, colonia de los EE.UU. desde 1898, tiene la desdicha de tener una de las tasas más altas de violencia doméstica y crímenes contra la mujer en toda Latinoamérica.

Hoy casi 100 hombres dijimos basta en el mismo escenario de los hechos violentos del 30 de junio. Con mucha conciencia y respeto hacia la dignidad de la mujer.

Y con escoba en mano.


La tribu errante