viernes, 23 de julio de 2010

Noche naufragada de verano

Los caminos no conducían a ninguna parte.

Luego de una difícil jornada estudiando y escribiendo bajo la llovizna incesante de estos meses (la isla se va a hundir, creo que ya alguien lo profetizó, tarde o temprano la isla se va a hundir más de lo que la hemos hundido), tuve que salir porque ya las paredes de mi cuarto no me podían contener. Salgo aunque llueva, me dije, y salí sin saber a dónde dirigirme.

Las ocho de la noche de un jueves mojado: el expreso abierto a sus anchas, vacío. El exceso de lluvia era el verdadero peligro, los charcos inmensos que te arrojaban el agua sobre el parabrisas y te hacían perder el control por unos instantes. Ya en pocos minutos me encontraba llegando a mi primer y único destino: Puerta de Tierra. Hacía medio año que no me metía por sus callecitas en busca del 'matecito', como una amiga argentina le llamaba a lo que le conseguía. Ya yo había salido de estas cosas y para nada extrañaba el viaje, ese alargar de la realidad hacia las profundidades de las percepciones más minúsculas, pero las largas horas de escritura me habían provocado algo mucho más intenso que una cura: echar ancla en el pasado.

Justo pasé por la esquina donde conocíamos a la familia que nos la vendía y me detuve. Apagado el motor, las gotas de lluvia chocaban con más fuerza contra el carro. Golpes que a veces parecían pedradas; una furia que comenzó por desesperarme y eso que no iba a comprar nada, cero. Permanecí estacionado con las luces apagadas y veía una que otra figura atravesar la columna de luz que se reflejaba contra mi guagua, proveniente de la única tienda que parecía abierta a esta hora. Dos personas me tocaron el cristal ofreciéndome lo que tenían: el famoso 'matecito' (que no era otra cosa que nuestra versión del nevadito, porque la yerba ya venía empolvada antes de rolarla), coca, pastillas y la cura, la más democrática de todas. No bajé la ventana para nada. Estaba allí para recordar a Romina y las huevadas que habíamos hecho juntos. Encendí las luces y partí en dirección a El Condado. Me imaginé caminando las calles oliendo a lluvia, a mar y a laguna a la vez, lo mejor de los tres mundos, pero en el último minuto desvié el guía hacia el expreso, no sin antes contemplar la idea de entrar por Miramar para llegar a Santurce y ver si algún friquitín seguía abierto para comerme algo. Cuando pensaba en lo que me quería comer ya era muy tarde y me había alejado de la ciudad sin ningún destino en mente. Estaba ya empezando mi camino de regreso.

La idea de volverme a Bayamón me había derrotado, pero nada parecido a pensar que luego de cinco años viviendo aquí no tenía ninguna puerta que tocar, nadie a quien visitar. No me iba a aparecer a casa de mis compañeros de estudios, era jueves, estábamos en finales y mi visita bajo esta lluvia sería más que inoportuna, inesperada y desagradable. ¿Y qué de mis ex novias? Pues ahí estaban, habían sido mis únicas amigas, las pocas que me habían abierto a otros círculos, a los músicos de la Calle Loíza, los artistas del Viejo San Juan, los teatreros encerrados en sus cuartos de la Ponce de León que vivían como en un hormiguero entre el Walgreen's y el Correo. Todas estarían perdidas en sus mundos que yo había desinflado por puro capricho, pienso a veces, o por miedo o quizás por eso de seguir dándole a la ruleta de la suerte y ver qué me deparaba en otros lados.

De novias, nada y de amigos tampoco. Jorgito estaba muy lejos y a esta hora no me iba a ir a buscarlo a los campos de Cupey. Max, coño, se ma había olvidado Max en La Perla, pero lo más seguro no iba a estar, ¿qué iba a estar él metido en su casa a estas horas? Además era jueves, día de carga y descarga.

Los relámpagos ya desbarataban la oscuridad del cielo y yo atravesaba la Kennedy. Antes de dejar Puerta de Tierra hacia El Condado, había pasado por el parque en el que solía caminar con Romina, como el así hacerlo nos transportara a Buenos Aires, a esa tarde de noviembre cuando nos tiramos en el césped a besarnos con ese descaro con el que se besan los porteños, con ese beso de "el país está jodido, lo más seguro yo también, pero no importa".

La beca que me trajo a Puerto Rico antes me daba para vivir cerca de la universidad, pero la beca era sólo para tres años y llevo cinco, por lo que tuve que alejarme cada vez más e invertir en un Honda destartalado que me resolviera donde el tren no podía, o sea, a todos lados menos a la universidad. El cuartito que rentaba estaba en el mismo centro de Bayamón, en ese cuarto donde Romina también estuvo, es más, ella lo estrenó conmigo cuando me mudé y pasó en él varios meses hasta que partió dejándome sólo una escueta nota diciéndome que me había amado, pero no lo suficiente. No sé, ¿acaso se puede amar y no hacerlo completamente? Pues parece que sí, Romina a mí me lo hizo y yo, quizás, se lo habré hecho a todas las novias que tuve después.

Me acercaba ya al peaje y seguía sin saber a dónde me dirigía excepto a casa. Pero no me daba por vencido, debía haber otro lugar a dónde ir; era como insistir por la puerta del regalo secreto en un programa de juegos. Al lado tenías la lavadora y una motocicleta reluciente, pero no, nada qué ver, ahí estaba ese inmenso signo de pregunta que podía ser cualquier cosa. Esta noche, cualquier cosa era mejor que regresar.

Pero regresé. Estacioné a una dos cuadras de mi edificio y empecé a caminar bajo la lluvia mientras me cercioraba que tenía las llaves conmigo. Todavía era temprano, pero el clima hacía que todo se viese más tarde, quizás la una o dos de la madrugada; como en el expreso, no habían carros circulando, eran los árboles, el asfalto, la lluvia y yo.

Subí hasta el segundo piso, abrí el primer portón, luego el segundo hasta caminar por el largo pasillo que conducía a mi cuarto. En este punto se me imposibilitaba ya encontrar la tercera llave para abrir mi puerta. Deseaba estar en todos lados menos aquí, de vuelta a la madriguera, a la cama de siempre, a la mesa de plástico que había apurado contra una de las paredes y que seguía de pie gracias a la torre de libros que sustituía a la cuarta pata perdida. Entré y no pensé que vería a Romina. Qué haces, le pregunté, cómo has entrado y yo no podía creerlo, me parecía que lo había imaginado todo, no era posible, Romina, te fuiste y ahora has regresado, ¿por mí o por más matecito?

No hubo respuesta, solo el nombre de ella escrito incontables veces sobre mis papeles, mesa, libros y paredes, y el rayo que cayó justo frente al edificio que me hizo arrojar el porro al suelo.

No hay comentarios.:

La tribu errante