El fin de una historia presagia el inicio de otra. Luego de 9 días en Washington, D.C. el balance es el siguiente: en verano los turistas llegan y los artistas huyen hacia los alrededores de Virginia y Maryland. Llegué no tanto como turista (conozco a Washington hace años) pero sí con ganas de explorar sus nuevos restaurantes, las transformaciones en los barrios y, claramente, revisitar aquellos lugares que esconden las minas de mi melancolía abandonada en la extranjería.
En Puerto Rico -no hay de otra- el verano calienta con la compasión de un violador: el sudor es el ultraje más temible luego de salir de la ducha, luego de vestirse con ropa limpia, luego de saber que no puedes volver a bañarte porque vas a llegar tarde y no hay aire acondicionado que te salve. La única manera es saliendo nuevamente del país; es sitiendo lo que he sentido desde que aterrice ayer o quizás desde mucho antes.
El episodio más reciente fue el sábado 5 de junio luego del matrimonio de unos amigos de la universidad que nos graduamos hace cinco años. Me sumí en un leve espasmo meditativo. La música recién comenzaba y yo me senté solo en la mesa que me tocaba y me convertí en brújula para buscar el camino hacia el que me dirigiría. En un instrumento y nada más porque una cosa es conocer la dirección y otra muy diferente es tomar la decisión para seguirlo.
Me encuentro en ese punto en el que las decisiones trascendentales me importan un carajo. Y esto, ¿se deberá al miedo, a la resignación, a la imposibilidad de salir del maldito estado de estudiante eterno? Como algunas veces suele ocurrir, la respuesta es más fácil de lo que se piensa: una combinación de todas las alternativas.
Así que allí estaba sentado, con la etiqueta puesta y toda empapada de sudor (Virginia también estaba caluroso y nublad0) pensando en qué cosas son reales o no, si la brújula, las direcciones, el amor. Y claro, lo único real es el paso del tiempo, aunque en nuestra memoria a veces se convierta en una excusa o un espejismo o simplemente en un grito mudo, porque hasta lo que uno vivió se vuelve una contestación tan subjetiva que puede perder visos de realidad.
Perder. Una palabra interesante cuando todos a tu alrededor parecen que ganan. Yo perdería todo menos la falsa noción de creer en el amor, de caminar por los lugares por donde antes me besaba, de ver los ojos que hace seis, cinco años me miraban con deseo, de imaginar un viaje en el que cada pedazo del trayecto le haga el amor a un viejo romance distinto. Perder ahora para soñar después. No hay mejor victoria.
Y no hay mejor anhelo que volar lejos de aquí.
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