Pere Ordóñez, Feria del Libro, Madrid, julio de 1994. Antaño los escritores de España (y de Hispanoamérica) entraban en el ruedo público para transgredirlo, para reformarlo, para quemarlo, para revolucionarlo. Los escritores de España (y de Hispanoamérica) procedían generalmente de familias acomodadas, familias asentadas o de una cierta posición, y al tomar ellos la pluma se volvían o se revolvían contra esa posición: escribir era renunciar, era renegar, a veces era suicidarse. Era ir contra la familia. Hoy los escritores de España (y de Hispanoamérica) proceden en número cada vez más alarmante de familias de clase baja, del proletariado y del lumpenproletariado, y su ejercicio más usual de la escritura es una forma de escalar posiciones en la pirámide social, una forma de asentarse cuidándose mucho de no transgredir nada. No digo que no sean cultos. Son tan cultos como los de antes. O casi. No digo que no sean trabajadores. ¡Son mucho más trabajadores que los de antes! Pero son, también, mucho más vulgares. Y se comportan como empresarios o como gángsters. Y no reniegan de nada o sólo reniegan de lo que se puede renegar y se cuidan mucho de no crearse enemigos o de escoger a éstos entre los más inermes. No se suicidan por una idea sino por locura y rabia. Las puertas, implacablemente, se les abren de par en par. Y así la literatura va como va. Todo lo que empieza como comedia acaba indefectiblemente como comedia.
"...[E]l vacío de la casa se les presentaba como un animal dispuesto a tragarse cualquier sonido..." La tribu existe para combatir ese vacío y preservar los sonidos.
jueves, 20 de mayo de 2010
martes, 18 de mayo de 2010
Las cuerdas de la huelga
martes, 4 de mayo de 2010
El cuarto de los souvenirs
De Buenos Aires me llega un tranvía lleno de parques con monumentos de los héroes nacionales grafitados por jóvenes que todavía tienen las ansias de ser revolucionarios. Volando desde Machu Picchu aterriza Túpac Andina con un collar de hojas de coca y otro de gotas de lluvia. Desde Uruguay, arena de las playas de Maldonado en un sobre que debía contener la última postal que me escribirían.
Así, desde el sur, se me van amontonando en mi cuarto todos estos recuerdos.
De Lima, un concentrado del diesel de las combis que infestan sus calles y, en un frasco, un poco de vapor del Mar de Grau. De Arequipa el micrófono de un kareoke y el suéter de un amigo. De Montevideo, una milésima de segundo de todo el sexo que tuve por el sur se guarda gravada en las ranuras de un disco de pasta que logré reproducir gracias a la generosa aportación del Museo de la Palabra (o más bien, ¿fueron los poemas de Benedetti los que pedí que me grabaran para llevármelos conmigo ante mis intentos infructuosos de encontrármelo en la ciudad?). Luego el poeta murió, quizás (muy probablemente) luego de yo romperle el corazón a alguien por segunda vez.
De Chile, un cielo más estrellado que mi carrera contra el tiempo y el gris terrible de sus pueblos meridionales, tal y como imagino mi cerebro cuando solía escribir postales al viento y (para qué posponerlo, ¿no?) al amor.
Y en Puerto Rico me queda todavía por guardar una isla más grande que esta Isla; no encuentro dónde ponerla y no quiero correr el riesgo que se vuelva a quemar o a traspapelarse entre las olas del mar.