domingo, 27 de septiembre de 2009

Bonito atardecer

“Mi REINO es de papel

y todo lo que toco

se convierte en palabra.”

-El Rey de Gramercy Street


“Y encima el sol dejando

crecer inmensamente sus cabellos

sobre nuestras cabezas de alfiler.”

-De Vuelta de paseo


-Lorenzo Helguero, Poeta en Washington, D.C.



Este papel no estaba destinado a aguantar esta historia. Salió de algún árbol de los bosques canadienses y fue comprado por el gobierno federal estadounidense en su forma final como hoja crujiente y blanca. La Oficina General de Administración apropió parte de ese cargamento y al ser pedida por los jueces de este distrito territorial, la partida de papel fue finalmente entregada a las oficinas de la corte de distrito en el Viejo San Juan. Junto a sus demás hermanos papeles lo sacaron de su empaque una calurosa mañana de junio, arreciada por los polvos del Sáhara y cuando entró en las frías cámaras de las impresoras nunca se imaginó que en estas cortes se reciclaba.


Fue en la consecución de este afán que Raúl Helguero cobró conciencia de esta hoja cuando la tomó del cesto de reciclaje para usarla en alguna de sus tareas. Hacía unos días el papel había servido de portada a uno de los incontables documentos legales que imprimía. Estaba escasamente marcado y al reverso aún se vislumbraba la blancura virginal de un producto de calidad. Al contacto con los dedos de Raúl ninguno de los dos supo que meses después retratarían con palabras un atardecer de finales de septiembre.


Ese atardecer tampoco sabía que eventualmente cabría en estas páginas. Todo fue un impulso, un estruendo que dividió el tiempo en tres rebanadas de viento. Poca cosa para servir como excusa de un escrito que nadie se había propuesto a escribir. El papel, Raúl y el atardecer encadenados en una secuencia impredecible, en un elaborado nudo de partículas residuales de lo que fue, es y pudo haber sido.


1

Fue anunciarle en aquel momento que la luz de las seis de la tarde de los domingos era más placentera que cualquier otra. Como Raúl había estado todo el día leyendo y ella pintando, no habían preparado nada para comer. Pan y queso mozzarella, dijo ella. Mejor una ensalada, interpuso Raúl. La mirada de ella comenzó a rondar por los espacios superiores de la cocina y al final se encogió de hombros: la lechuga se terminó de podrir ayer. ¿No hay entonces? No y rió secamente.


Raúl no entendía cómo ella mantenía limpios sus pequeños dedos de los colores de las pinturas, mientras la tinta de los bolígrafos que usaba para resaltar los pasajes imprescindibles de sus lecturas le había transgredido las palmas de las manos y hasta la tela de su camisa. Pediremos chino y se encaminaron a la terraza. Fue allí donde hizo el comentario de las seis de la tarde. De la luz que sellaba estos domingos de entregas a domicilio y de esa irresistible soledad que engullía las calles de Miramar. A todo esto ella ya dormía en la hamaca.


2

Es hoy cuando este papel recibe el bonito atardecer a base de estos trazos. Los libros de leyes mutan por páginas amarillentas de viejas novelas redescubiertas y éstas por el fresco de colores que se recrea apesadumbradamente en el cielo. A los rayos del sol, claramente, no les hace falta papeles para escribir. Y para ver, ¿qué mejor que abrir la boca y tocar las cosas con el paladar?: así entran las esencias del fin del día, de esos nudos invisibles de gases que encienden el firmamento en llamas.


Raúl separa suavemente los labios, asoma la puntita de la lengua al aire y sin abrir los ojos sabe que esas horas tan espléndidas de las que hablaba y todavía habla se suceden demasiado rápido para viajar en el tiempo.


3

Pudo haber sido que el árbol que creció en el frío de Canadá nunca hubiese nacido ni que Raúl Helguero se hubiese decidido por las humanidades y en su lugar se hubiese estrellado contra la frialdad de los números. De este modo no habría podido darse cuenta de que el ocaso de los domingos tiene un sabor agridulce a flores y a un baño caliente con agua de azahar.


El atardecer también se hubiese dado en otro planeta, muy lejos de éste, con un sol cuyos rayos hicieran crecer voluntades y no sólo palabras.

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La tribu errante