domingo, 21 de diciembre de 2008

Chau, Buenos Aires

Adiós al balcón con vista al Congreso Nacional, a las tardes ricamente perdidas en los parques de la ciudad, al mate compartido con amigos ya sea bajo el frío del invierno o bajo el sol de El  Tigre.  Adiós al olor de los colectivos que no es otro que el del trajín diario de su gente:  del sudor, del smog, del carbón de las miles de parrilladas, de la dulce garrapiñada.  Me despido del olor a subdesarrollo y vanguardia de sus calles; su Palermo chic y extravagante por un lado y los kioskos laberintescos de Once por el otro.

Si por mí fuera me quedaría toda la vida en Buenos Aires, aunque no aguante la pedantería de muchos porteños o la excesiva burocracia que contamina hasta la insignificante compra de un limón a medio día para refrescar mi soda.  Está también la mafia de taxistas que siempre intentan robarte y las desventajas de vivir en un país donde el cliente casi nunca tiene la razón.  Puede ser bastante fuerte vivir aquí, pero me lo banco, lo soporto para vivir la rica vida cultural de estos buenos y truculentos aires.  Para haber sobrevivido varias dictaduras militares e implosiones económicas, los argentinos tienen que tener una mentalidad abierta hacia la creatividad.  Crean y recrean cuanta cosa imaginable y aunque lento, salen poco a poco de sus problemas.  


Yo me quedo por eso y, claro está, por sus librerías, la majestuosidad de sus edificios, la amistad de los grandes amigos que hice, sus maravillosas verdurerías y sus restaurantes internacionales.  Buenos Aires todavía es una ciudad borgesiana en lo inverosímil, storniana por su tragedia y cucurtiana por su amalgame de lenguas, bailes y bebidas. 


En mis últimos dos días en Argentina ya me sentía como un fantasma en la ciudad porque me di cuenta que la ciudad no me pertenecía.  Creí que lo hizo durante los cuatro meses que la viví (y me perdí en ella, como uno se pierde entre las sutilezas de un cuerpo de mujer), pero como todo lo que creemos que nos pertenece, al final vemos que la realidad es otra y que lo único que nos pertenece son las ilusiones que nos creamos sobre las cosas.


Ahora en el avión rumbo a Lima, Buenos Aires queda como una estampa.  Cuatro meses y sus vivencias quedan plasmadas en un collage instantáneo en la mente:  allí está Buenos Aires, entre ceja y ceja, corazón y pulmones y boca y estómago.  "Volveré y seré millones" en la ciudad de la furia.


viernes, 5 de diciembre de 2008

Ella



-¿Quién es ella?

-Un par de tetas...

-No, dime, ¿quién es ella?

-Un vuelo, el cieloommmm...el sudor entre las piernas.

-Ja, ¿tienes acaso idea en dónde estás, a lo que te enfrentas?

-Ella...tantas cosas como sus amantes, muchos, por todos lados.  Ella es también un par de tacos.

Fue un quejido más que un grito.  Se podía decir que todo se veía morado y una bruma parecía nublar la vista.  La carne quemada no se olía, se oía.

-No pienso volver a preguntarte.

-Ella, ella, ella...¿Quién, es?  

-Exacto, ya sabes la rutina.

-¡Ella y su mirada; ella y sus palabras; ella se mueve, respira y te besa sin saber que al rato desaparecerás!!  Yo, también, quiero, saber, quién, ¡era!

-Cuenta.  Cuenta para vivir.

-Con todo lo que tienen... y ¿esperan que yo les diga?...¿por qué ustedes no la encuentran...a la mujer...a ella...a la diva?  ¡Ja, ja!  Y que ¿quién e...?

Un disparo y el humo; la oración inconclusa y la desesperación.

Una venganza... ¿La de ella?

martes, 2 de diciembre de 2008

Me he puesto a leer a Oliverio Girondo...

...porque no leerlo en esta ciudad sería una oportunidad perdida.

Todo fue gracias a la escritora Nydia Antonia Russe, artífice de memorables momentos en su tour por Buenos Aires, quien me señaló el camino para descubrir las maravillosas alas del surrealismo de este gran poeta.

Y hablando de alas, aquí una escena de la película argentina El lado oscuro del corazón (Subiela, 1992), en donde el actor principal recita un fragmento del primer poema de Espantapájaros (al alcance de todos) (Editorial Proa, 1932).  Éste ya se ha convertido en uno de mis poemas favoritos.


La tribu errante