lunes, 30 de junio de 2008

Los taponautas en la Poncepista - III

—Hay fuego debajo de mis alas. . .

—No sé por qué tienes que leer en el carro.

—El libro está genial, chica. Y lo leo en voz alta para que lo escuches.

—Más vale que cuando lleguemos lo dejes, no quiero que estés en la fiesta leyendo.

—Pero, ¿qué hay de malo en leer?

—Es que vas a agarrar un palo, vas a hablar un poquito y luego te irás a una esquina a leer.

—Yo nunca he hecho eso.

—Sí lo has hecho. Varios en la familia me lo han dicho varias veces. Es rudo.

—¿Te molesta a ti que lo haga?

—Lo haces demasiado.

—Está bien, dejaré el libro. . . pero mientras, sigo leyendo.

—¿Y con quién voy a hablar?

—Pues conmigo, dale, yo te leo.

—No me gusta la poesía.

—La poesía te da alas.

—La poesía me las quema.

Se quedó callado. Luego de varios minutos me miró y se echó a reír.

—¡Nena, pero si es algo que he hecho toda la vida!

—¡Pero no ves que lo que quiero es hablar contigo! Desde que salimos no dejas el libro ese quieto.

—Entonces, ¿qué? ¿Lo tiro por la ventana?

—Háblame. Cuéntame porque te gusta tanto el libro ese.

Sabía que no me lo iba a contar. Sabía que era el libro que su ex le había regalado, aunque nunca me lo hubiese dicho.

—Mejor te cuento cómo me voy a deshacer de él.

—¿En casa de los viejos?

—¿Qué tal si le prendo fuego?

—Mejor déjalo en el librero del cuarto viejo.

—¿Cuánto falta para llegar?

—Tú sabes. . . como veinte minutos.

—Prefieres entonces que te hable a que te lea.

—Prefiero que me leas a mí, yo soy tu libro abierto.

—No puede ser, ¡odias a la poesía!

—Odio que lo hagas sabiendo que me molesta y cuando hay cosas mejores que hacer.

—¡¿Me odias?!

—¡¿Me quieres?!

—¡Vaya! Por una estupidez, ¿por la poesía?

—Por la poesía no, idiota. Por ti.

Y nos besamos como no lo habíamos hecho en todo el viaje.

Los taponautas en la Poncepista - II

—Te gustan las mujeres bajitas, ¿verdad?

—Sólo sé que me gustan las mujeres que me preguntan cómo me gustan las mujeres.

—Eres un cabrón.

—Y tú una mujer bajita que se cree alta.

Querube, que veníamos escuchándola desde que dejamos atrás a Yauco, finalizaba.

—¿Te molesta que fume?

—¿Te gusta que te bese?

Buscaba otra de Los Condes, pero dejé caer el iPod entre mis muslos cuando le indiqué que estábamos a punto de perder la salida.

Ante mi advertencia, ella acometió con diligencia el cambio abrupto de carriles.

—No contestaste mi pregunta.

—Ni tú la mía.

domingo, 29 de junio de 2008

Los taponautas en la Poncepista - I

—Todos los días se nos mueren neuronas.

No quise voltear a verla: en realidad sentía que algo se me moría. Tengo sed.

—Me salgo en la próxima. El desvío ha hecho esto insoportable y ya estoy cansada de tomar agua tibia.

Sigo sin mirarla. No alcanzaba a ver las divisiones de la carretera en todo su esplendor gris. Primero las letras negri-rojas de Ponce, luego el campo de golf y ahora, ¿esta autopista del sur?

—¿No tienes sed?

Si bien la sed me agujereaba la lengua y la garganta, en realidad no era lo apremiante. Estacionamos. El sur es un castigo durante los meses de verano. Sabía que se me moría algo más que las neuronas.

—¿Un refresco, un juguito? Dime qué quieres.

Continúo sin mirarla. Cuando finalmente sale ya sabe lo que quiero. Las once de la mañana se cuela adentro y ya empiezo a extrañar el aire acondicionado. La espera dentro de un carro siempre se vuelve ilógicamente larga. Regresa.

—No hay nadie comprando gasolina. Aquí tu cola...acá mi agua...

Algo se me muere. Es la luz de los meses de verano.

—...Y éstas, mis gafas. Deja verte...

Me saca del rostro sus gafas enormes. Me toca los ojos. Sabía que algo se me moría.

—No te preocupes, los recuerdos te ayudarán.

Aunque se me mueran neuronas todos los días.


[Nota aclaratoria: Ciertamente, en 1982
Carole Dunlop y Julio Cortázar hicieron el viaje París-Marsella en auto. No es un intento de plagio. Llamémosle homenaje. La pareja se mantuvo por más de un mes en las carreteras, creando una rutina de paradas en puestos de descanso, en parajes desolados para admirar las vistas y en habitaciones de los pueblitos y villas en donde les caía la noche. La tribu de los cafres cree que el equivalente de ese viaje en Puerto Rico es el de Bayamón-Ponce, sans las paradas en nuestros moteles (o en el Four Points de Willie). Próximamente (y antes de que La tribu se mueva a otros continentes) esperen otra miniserie titulada, Guaynabo City me roza (o el grupo de Facebook que nunca creé).]

sábado, 28 de junio de 2008

El arte de amar

Este es un lápiz delgado, tan fino como tus dedos.
Escribo, entonces, tomándote de la mano.

La tribu errante