El jueves dije que no quería seguir envejeciendo. Ya era suficiente de esta incertidumbre de los años venideros que sólo había causado empobrecimiento y tristeza y hasta rencor por no haber nacido en otra época o de haber nacido del todo. Rencor porque no he acabado lo que me dije iba a terminar.
Me apena decir que el que acaba de hablarte no tiene la experiencia necesaria para decir cosas concretas y diáfanas. En realidad le faltan muchos años para envejecer, pero para él cualquier paso del tiempo es un paso más hacia el abismo de las décadas y el cansancio. Se deja mover por el recuerdo, las ansias y las emociones robadas al tiempo que tanto dice menospreciar. La amargura no es el resultado de la vida, sino del dolor al vivirla sin mesura, sin pensar en el mañana, sin tener un plan o una guía para tornar los inevitables sufrimientos en triunfos venideros. La amargura es lo que nos recuerda lo tarado que hemos sido.
Bob Parlocha es mi acompañante en las madrugadas mientras hablo con ella por el chat. El chat teje nuestras conversaciones que ya se expanden por kilómetros y kilómetros a la redonda de nuestros corazones. Y el saxofón es el acompañante de Bob y el que he estado escuchando desde la medianoche hasta las seis de la mañana. De noche no duermo y me paso el día vagando en calzoncillos por mi jardín junto a mi perro y acostado en una hamaca en mi terraza. Mi trabajo es este blog y mi novela. Me dije que me mudaría aquí, lejos de la ciudad para acabarla, pero sólo la veo luego de haberme emborrachado. Voy al escritorio donde tengo la computadora, abro el documento y también el Messenger y luego el radio para escuchar el programa de Bob. El supuesto ardor del licor se convierte en una sensación fría en mi estómago vacío, en el glacial hielo de mis páginas inconclusas. Los saxofones melancólicos y tristes sólo han nevado música álgida toda esta semana.
El documento de su novela no ha progresado desde la última oración que escribió el 15 de octubre de 2000. Siete años de haber vivido apartado de la ciudad, de haber abandonado todo lo que tenía en ella menos la computadora y el Internet, la comida y sus botellas, su sueño y sus temores exagerados. Abre el documento como una excusa y escribe párrafos y páginas enteras que al final de la sesión (antes de caer inconsciente sobre la hamaca) no guarda. Se queja mucho del Messenger y del alcohol y de su estómago vacío. Lo que todavía no se ha dado cuenta es que ha escrito toda su novela en el chat. Por eso no avanza y culpa al tiempo.
Yo culpo a Bob Parlocha y a sus seis horas ininterrumpidas de jazz. Esta semana he escrito como diez capítulos más pero los borro por lo malo que son. El chat calma y al mismo tiempo solivianta mi soledad. El jueves escribí la mayoría de esos capítulos. Ella me hablaba de todos los temas que quería abordar, pero que no podía indagar. Los fantasmas antiguos me borran lo que escribo, no soy yo. También es el tiempo y la lejanía de la ciudad. Ella me escribía y yo leía y le contestaba. Construíamos una historia novedosa: era la historia de nuestras fantasías en tiempo real. Cómo quiero rescatarlas, imprimirlas para luego encuadernarlas y mandarlas a algunas editoriales. Es que en el chat no simplemente conversábamos, estoy convencido que hacíamos literatura.
Ella guardaba todos los chats. Tenía la intención de imprimirlos y llevárselos el día que finalmente se animara a dejar la ciudad y sus gatos y caminar con los pies desnudos el césped aún húmedo del jardín del que tanto le hablaba él. Solamente era cuestión de tiempo o eso creían ambos.
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