martes, 30 de agosto de 2011

La ciudad había desaparecido (fragmento)


Todo ocurrió en unos pocos minutos, luego de haber sacado los platos principales. Me acerqué a la mesera de rizos color cobre y le pedí que necesitaba su ayuda en la nevera de la cocina. Una sorpresa que me gustaría regalarle a los comensales, le dije, sonriente, sin soltar una mirada que diera a entender mis motivos ulteriores. Sus brazos, que estaban cruzados sobre su pecho, se reacomodaron a ambos lados de sus abundantes caderas. Las pecas pardas que estallaban en su rostro casi se perdían ante la sangre que se le agolpaba en las mejillas por la confusión que le causaba mi pedido. No te preocupes, le repetí cuando ella aún no salía del asombro de mis instrucciones. Añadí que su ausencia en el comedor no se notaría porque la gente en este tipo de galas suele comer muy despacio, si acaso lo que hacen es probar un poco los alimentos para luego atragantarse de vino y con el Châteauneuf-du-Pape que había, se iban a demorar una eternidad. Este último comentario la calmó y supo que su superior del piso no le reprocharía su insignificante ausencia

Atravesamos rápidamente la cocina, donde mis sous chefs se esmeraban por finalizar los últimos platos y empezaban con los postres (tenían todos los ingredientes cerca, minimizando cualquier visita a la nevera), hasta conducirla al rincón menos visible y más fresco del inmenso refrigerador donde conservamos los mazos de albahaca, menta, tomillo y eneldo. Ella estaba expectante, su suave respiración llegaba a mis oídos y la leve colonia que estaba de moda entre las mujeres jóvenes se me anidaba sin perdón en la nariz y el paladar, mezclándose con el aroma de las hierbas que ya comenzaban a arroparnos.

En este punto me deshice del delantal, me bajé la cremallera y, con mi sexo enhiesto y ya húmedo, lo empecé a frotar contra su ropa. Le ahogué un pequeño grito con la mano. En sus ojos verdes (¿lentes de contacto a lo mejor?) parpadeaba el temor que luego fue sumiéndose en una molestia para, finalmente, terminar en el inconfundible destello de la sorpresa y el gusto.

Horas antes, mientras repasaba con el equipo de meseros el orden de los platillos y los vinos, había atisbado las formas de esta joven. Kathy decía la pequeña tarja que prendía de su chaleco blanco. Kathy y sus finos rasgos acentuados por el maquillaje que llevaba, sus pechos que descendían a través de la ropa ajustada en una curva graciosa, creando así un triángulo junto a la entrada trigonométrica de sus muslos en el encuentro con su pubis. Los milagros de la lycra en Kathy y sus rulos rojos, desafiantes, sus manos pequeñas y esa boca diminuta que, estaba seguro, guardaba los sabores de una especia desconocida.

Desde ese momento no me cabía duda que tenía que estar más cerca de Kathy. Impulsado por ese deseo, y una vez excusado los meseros de la cocina, puse a enfriar una botella de crema irlandesa en la nevera, entre las hierbas aromáticas, en se rincón de la nevera donde ya, a la hora del postre, nadie se asomaría. Y allí estábamos ahora: yo le plantaba pequeños besos en su cabello y de vez en cuando bajaba a su tierno cuello, a ese poco de piel que se podía acariciar sobre la vestimenta que la obligaban a utilizar. Mientras mis labios se mantenían a esa altura, mis manos no aguantaban derrotar las defensas del lycra para alcanzar los vellos de su pubis (¿serían tan rojos como su cabellera?). Al lograrlo fue como barrerme a las orillas de una playa hermosa: empecé a construir un castillo de arena, a hacer canales, trampas, a diseñar el puente levadizo hacia su interior.

La recosté sobre las bolsas de menta y tomillo que estaban más cercanas y me coloqué en sus manos para que chupara. A pesar de la temperatura más baja del refrigerador, me mantenía palpitante, derramando un constante río de almíbar transparente que ella, luego de recorrerme con su mano izquierda, no dudó en probar. Al contacto con su lengua, supe que no había errado al adivinar la intención de su mirada cuando le explicaba la composición de los aperitivos: era una devoradora de glandes calientes, rígidos, duros como un calabacín. Me batía contra la punta de su lengua y las paredes de su diminuta boca. A veces jugaba bruscamente con su dedo pulgar sobre el punto más indefendible de mi miembro, donde comprobó su textura resbaladiza y la vida que tomaba por su cuenta ante mis suspiros de angustia y placer. Cuando repitió este juego dos veces más, le agarré la mano y sin su interferencia me empujé hasta llegar nuevamente a sus labios. No tuvo otra opción que abrir la boca y yo de acordarme de la crema irlandesa: allí estaba, debajo de la albahaca, casi a la altura de los rizos de Kathy.

Tomé la botella y, mientras la abría, le indiqué que me soltara y tomara del licor. Le alcancé un sorbo y luego hice lo propio. Le pedí que tomara otra vez y a la tercera le indiqué que no se lo tragara completo, que dejara un poquito, lo suficiente para que pueda tragarnos los dos a la vez.

El ardor que encontré en su boca me despertó del letargo del placer en que estaba sumido. De una de las esquinas de su pequeña boca se deslizaba un hilo de líquido que recorría su cuello hasta llegar y manchar su chaleco blanco. En ese instante, ninguno de los dos nos importó, no había razón alguna, ambos estábamos embriagados y yo me acercaba diligentemente a sumarme al coctél que ella tragaría.

Cuando el orgasmo llega, no logras comprender los sonidos que escuchas. Cuando llegué no escuché mis gemidos, ni los relamidos de Kathy; tampoco sentí el rumor del motor del refrigerador, ni los platos en la cocina. Era normal, me dije, pero cuando me recompuse y ella comenzaba a mirar con preocupación lo sucio que estaba su vestimenta, me empecé a desesperar por el silencio que nos circundaba. Me subí de un solo movimiento los calzones y el pantalón y salí apresuradamente de la nevera.

Habían transcurrido unos cinco minutos: ahí estaba el gran reloj digital indicando la hora sobre el marco del pasillo que conectaba la cocina al salón. No había nadie. Mis cocineros se habían ido, los postres estaban sin terminar, una que otra sartén y olla tenían sus interiores quemados. En el gran salón del hotel, la orquesta había desaparecido, las mesas estaban deshabitadas, varios pares de zapatacones permanecían tirados sobre la alfombra y las pieles que traían las señoras de sociedad se encontraban en los espaldares de las sillas, huérfanas de hombros y del flash de las cámaras. Sin duda algo serio había pasado, ¿pero qué? Mi rostro tuvo que estar tan destemplado, reflejando quizás una terrible escena sacada de alguna película maldita de Buñuel, porque tan pronto Kathy salió e hizo contacto con mis ojos empezó a llorar.

Luego nos enteramos que todos habían salido hacia el vestíbulo del hotel. Allí algunos trataban infructuosamente de comunicarse con alguna persona de la ciudad. Otros, entre los que reconocí a algunos políticos y abogados con ínfulas de intelectuales, entraban en arduas discusiones sobre lo que podía haber pasado y los efectos del calentamiento global. Muchas señoras de sociedad, sin sus pieles claro está, se habían desmayado y el reducido personal médico de la hospedería trataba de enfrentar la situación valientemente ante los gritos de los esposos. Ya habían rumores de ahorcados en las suites y de gente que se había lanzado desde sus balcones lujosos.

Yo solo presentía que el fin no tardaría en llegar.

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La tribu errante