No lo pensé mucho; fue más bien un instinto automático. Creo que así es para casi todo el mundo cuando de música se trata. ¿Qué escuchar mientras se maneja? ¿Qué música se podría conjugar mejor con los momentos vividos ahora, en este preciso instante?
No, no me detuve tanto como lo estoy haciendo ahora al escribir. Busqué bajo artista en mi iPod y luego seleccione “All songs”. Esa sí creo que nunca la había hecho, darle “shuffle” a las cientos de canciones que tengo de Silvio.
Era hora del regreso y ya había anochecido. El atardecer lo vi mientras caminaba en busca de petroglifos hawaianos y mientras llegaba al final de esta llamada Crater Rd. para ver la intersección entre la carretera del hombre y la carretera de Pele, la diosa de la lava, que jugaba una vez más con los deseos ingenuos de todos nosotros.
Diecinueve millas para regresar al tope, al cráter del Kīlauea siempre humeante. Treinta kilómetros para que Silvio le diera más profundidad a la oscuridad, la neblina, las nubes de vapor y azufre.
Rabo de nube de azufre; cráteres de mi vida en los que caía como uno de los tres hermanos por las causas y azares similares a las que me han traído hasta Hawai’i, a una boda que sirvió como reencuentro con mi vida de hace ya seis años en D.C.: otra intersección en que las semejanzas en sensaciones me hacen creer más en que hay ciclos que van mas allá de los circadianos. Ciclos que nacen, se expanden, revientan y reconstruyen.
Pensando en esto me despedí de este volcán y, bueno, de este archipiélago con sabor a Washington, San Juan, Suzhou, Buenos Aires, Arequipa y Lima; con sabor a mí.
¿Qué hago ahora con todo esto?
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