sábado, 1 de enero de 2011

Primero de enero de dos mil once

Llegaste. Lo que pasa es que siempre lo haces de una manera trillada, como si lo hubiese visto o, más bien, vivido antes. Te pasas en boca de todos, te repiensan, te reimaginan, te hacen ritos, te celebran por todo lo alto como si fueses una especie de salvador. Y cuando llegas se desata la locura y la lujuria. Por breves minutos las personas pierden la noción del tiempo. Ocurren explosiones. Besos y abrazos se lanzan atropellados entre el tumulto. Millones de botellas de champán se descorchan y se abren igual cantidad de condones. Un carnaval en tu honor como hacían nuestros antepasados alrededor de la fogata y bajo las estrellas.

La algarabía dura poco porque muchas veces lo que prometías (o lo que de ti decían) no se cumple. Entiendo que esto es algo injusto de nuestra parte y tú lo debes saber, pero el problema es que no dices nada. Llegas y callas, como una amante que está a punto de dejarte y no sabe qué decir ni cómo actuar y como quiera llega, se aparece y se acuesta contigo. Pues así eres y todo luce indicar que esta vez tampoco vas a cambiar o salir del cuarto sin seducir a nadie.

Así la gente entra en depresiones porque rememoran tiempos mejores o simplemente te temen porque saben, muy dentro de ellos, que tú puedes significar más de lo mismo: la impotencia, la violencia, la música mala, la gente que rejode, y los cortes de pastelillos que te hacen nacer de nuevo.

Llegas (eso dicen) pero al final realmente no llegas porque nunca te has ido. Eres el de ayer y nosotros, aunque pretendamos ser diferentes, cambiar mediante resoluciones y buscar la fórmula para perfeccionarnos, permanecemos iguales: somos también los mismos y lo sabemos, pero no hacemos nada --callamos-- porque así nos enseñaron que todo sería más fácil.

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La tribu errante