Ya me dijeron riquito en un comentario de un anónimo en La Acera. Obviamente no es la primera vez que me lo dicen. Esto de escribir sobre comida trae cositas como éstas.
El comentario me pareció gracioso ya que las personas que me conocen saben que puedo ser cualquier cosa menos riquito. Ahora, sin embargo, las probabilidades de que me vuelvan a decir riquito o blanquito (que en este país casi siempre suele ser lo mismo) son mucho más altas a partir de la publicación de la tercera entrega de mi crónica de Washington, D.C. ¿Por qué? Pues porque hablo de comida. Duh! Porque fui a un montón de restaurantes y ahora me dio la gana de hablar de ellos. Porque sobre la mesa no perdono. Porque cada vez que tengo un rato libre de la eterna tormenta del Derecho, me pongo a leer sobre comida, a ver el Food Network, el Canal Gourmet. Porque leo más la sección de comida del HuffPost que cualquier otra.
Entiendo por qué las personas que me leen sin conocerme personalmente puedan caer en descartarme como un simple ricachón. Algunos de mis amigos más cercanos, inclusive, me han descrito como bon vivant y hedonista. Y puede que tengan algo de razón pero, claramente, el hecho que ellos me perciban así o, digamos, que yo sea así no crea una correspondencia automática a que yo tenga chavos con co...
No es así de fácil bróder.
Es difícil hablar de ciertos actos que son considerados como placeres absolutos. Sobre todo, es difícil cuando tienes un poco de conocimiento especializado sin haber tomado clases, sin venir de una familia de chavos. Les duele que no seas del establishment y te le sientes al lado a comer mejor que ellos sin pagar un centavo. A ver como la comida ha pasado de ser una mera necesidad a un espectáculo equivalente a conciertos de rock.
Lo cierto es que comer, en su esencia, no deja de ser un momento de comunión. Y la gente de estos U.S. and A está reaprendiendo lo que en Europa nunca dejaron de hacer. Fue una tragedia y todavía lo es en EE.UU. y en Puerto Rico que muchos hayan olvidado lo delicado que tiende a ser la comida, específicamente su preparación en arás de acelerar el motor capitalista. Un motor que depende de los productos alimenticios extremadamente procesados haciendo desaparecer la conexión natural que el consumidor debe tener con los productores, los animales y las mismas plantas. Todo esto se pierde en mecanismos diseñados para alargar la vida del alimento y abaratar su costo alimentando a más por menos. Y en el capitalismo, como lo barato sale caro, pues la marginación del pobre se traduce a una marginación alimentaria.
Yo sigo siendo un sibarita, es cierto, pero el serlo no es razón suficiente para que se me proscriba opinar sobre las vastas desigualdades tanto en la mesa de comer como en la del poder. El problema lo tienen esas personas que les sabe a mierda todas estas verdades.