"...[E]l vacío de la casa se les presentaba como un animal dispuesto a tragarse cualquier sonido..." La tribu existe para combatir ese vacío y preservar los sonidos.
lunes, 19 de noviembre de 2007
El roce eterno - Cadáver exquisito 3
... Y nuestro apuntador insiste en corregirlos y editarlos una vez escritos hace varios segundos atrás. ¿Y quien dijo dónde estaba el cuento? Pues empecemos por llamar a nuestro primer personaje de la noche, Rufino Darling. Adelante, Rufino. Tiene nombre de maricón, pero eso sería lo obvio, no sé, ¿lo considerarías? Te sacamos de por ahí, tú sabes, el momento, así que, pues que decida el escritor. En el reality acompañan a Rufino... ₪
jueves, 15 de noviembre de 2007
El roce eterno - Cadáver exquisito
El roce eterno es el preámbulo de “Huele a carajo”, un blog radical y obsesivo con los roces inmortales de la posteridad al enlazarse con otras bitácoras un poco menos paranoicas y más verosímiles. Nuevas tendencias literarias… ₪
domingo, 11 de noviembre de 2007
Te traigo un nombre
O cómo quiero que mi próximo perro se llame Miguel Cotto
Ya tengo resuelto mi dilema con los nombres que le he puesto a mis mascotas. Nombres blandengues, muy comunes y, por consiguiente, nada originales. Estos incluyen, entre otros, Peluche y Michu. No tengo esa habilidad para nombrar las cosas, lo confieso, pero hoy, mientras paseaba a mi perro Kenny (ya ven lo que les digo, ¿no?) todo se me esclareció cuando pensé en lo mucho que se parecen los boxeadores a los perros. Quizás fui uno de los pocos puertorriqueños que no vio la pelea de ayer, y que soy otro que ni pa'l carajo pagaría por un evento de Pay-Per-View (para eso lo gasto en comerme algo rico), pero sé lo que es la cultura del boxeo. Y sé que los nombres de los boxeadores hacen tremendos nombres para perros.
Foto obtenida en: http://www.e-fansite.com/cotto/photos/mc486.jpg
Por supuesto, no lo hacen para cualquier perro. Yo no creo en perros diminutos, con ladridos chillones y cabecitas de rata. Estos no cumplen su función de perros, sino de accesorios, de artículos de moda. Al futuro hijo de Kenny le pondré Miguel Cotto, ya está decidido.... O mejor Cotto pela'o...sí así sería mejor. "¡Ven Cotto, ven aquí! Cotto, ¡no! ¡Cooo-ttooo!, ¿dónde estás?"
Dos sílabas elementales y simples, un sonido contundente y sólido, con todo el poder de los ganchos del campeón peso welter y, claro, la adrenalina y emoción que bien demuestra el Cotto de verdad en la foto que acompaña esta entrada. (El site, http://www.e-fansite.com/cotto, está muy bien construido y diseñado por unos individuos geniales, que de verdad deberían ser los "Poster Children" de mi blog. Vean a Kilo, Chinita, Eddy y María aquí.)
Los nombres de boxeadores tampoco le van a los gatos. La personalidad de estos felinos no encaja con el intercambio de fluidos, la fatiga, violencia y olfato que comparten los perros con los boxeadores. A los gatos le van muy bien nombres de artistas, filósofos, es más, hasta de escritores. Son animales pasivos, reflexivos, que se toman todo el tiempo del mundo para hacer sus actividades predilectas: dormir, comer, arañar y vomitar. La documentarista del boxeo alternativo -y rosa-, y escritora residente del Estado Libre Seis Dedos, Nydia Russe, escogió unos nombres brillantes para su gato negro y gata blanca: Bogart y Rafaella. Ambos nombres evocan una época pasada, un hito en la historia de la cultura pop. En la muy improbable ocasión de que vuelva a tener a un gato como mascota (siempre estaré parcializado a favor de los perros), le pondría, por ejemplo, Borges. También consideraría Benedetti, Chéjov, Rocamadur (personaje de Cortázar) y Saramago.
Esta distinción y escogido de nombres no tiene nada que ver con la inteligencia de cada especie. Más bien hacen eco a las rasgos en común: los gatos y los escritores tienen malicia; los perros y los atletas, energía.
Kenny no fue lo más original que se les ocurrió a los dueños de éste cuando fuimos a buscarlo hace 9 años, pero nosotros pecamos de lo mismo al no cambiárselo. Espero que pronto pueda escuchar los nombres que le pondré a su descendencia.
jueves, 8 de noviembre de 2007
Jueves en el Savoy
–El Savoy, no es broma, existe. Y te aseguro que es el único en la ciudad. Sí, no es broma… ¿Realmente no lo conoces? ¿No lo has escuchado nunca?
Imagino que mi silencio y mis miradas cansadas le bastarían como respuestas a sus preguntas.
–Ja, es cierto… Un nombre rimbombante, bourgeois, por decirlo así. Vaya, ¿aún no me crees? Bueno, ese es tu problema… ¿Te tomas algo?
–Ya sabes lo que pasa cuando pedimos dos –le recordé.
–Estupideces de la gente… Bueno… Sí, un gin and tonic, por favor y, ah, que sea Tanqueray. Perfecto, gracias… En qué estábamos. Pues, qué te parece, entonces, ajá, sí, ¿vamos mañana jueves a El Savoy?... ¿A las seis, después del trabajo? Entonces, ya, listo.
No le sugerí hora ni remotamente hice gesto alguno que le indicara que aceptaba su propuesta. Él seguía totalmente inmerso en sus palabras. Le extrañaba que un recién llegado a la ciudad como él conociese los lugares que hacen a esta ciudad, arrebatada del pantano, ciudad. Para él eran establecimientos en boga no porque se abarrotaban de gente decía, sino porque se presentaban aquellos con los que realmente querías estar.
Sorbía su trago con entusiasmo mientras sus ojos exploraban sobre mi hombro el inmenso vestíbulo que se abría a mis espaldas. Le daba tanto gusto escucharse a sí mismo que noté los rápidos movimientos de su mano izquierda: sólo el dedo pulgar sostenía su quijada mientras los restantes cuatro parecían tocar un instrumento invisible, hecho de aire. Sin embargo, y a pesar de mi silencio, a la hora de irme supe de todas maneras que mañana me lo encontraría en otro hotel de esta sórdida ciudad, esta vez en El Savoy.
* * *
En la esquina de la avenida Wisconsin con la calle Davis está El Savoy. Veo a Marcos llegar en un taxi y al bajar lo saludo de lejos. Me hizo una señal para que lo siguiera: la barra preferida de Marcos en El Savoy era The Deck y se encontraba justamente a un costado del hotel, en un pequeño recinto semioculto por arbustos de hojas menudas y puntiagudas. En el lugar había unas diez o doce mesas con su correspondiente sombrilla. La mitad de ellas estaban ocupadas: “¿Viste? ¿Qué te dije? A esta hora es perfecto”. Yo me mantenía detrás de él.
–Es increíble… Jamás pensarías que estás al borde de la calle. Ja, casi ni la sientes y se respira con tranquilidad, con pureza, ¿no crees? –Marcos continuaba con su número igual que ayer. Yo sólo miraba su espeso cabello negro y sus largas patillas que se juntaban a una barba en pleno apogeo.
Los reunidos en The Deck intrigaban. No eran bellos (en realidad, sólo la bartender y uno de los meseros podían considerarse así), pero sus gestos, sus miradas y confianza ocultaban las grandes orejas, los dientes fuera de lugar y los inmensos lunares indiscretos.
–Hoy en el trabajo, bien mal: me tuvieron haciendo llamadas para cancelar citas, enviar los documentos que había dejado mi jefa en yo no sé qué archivo… Sí, mi jefa la incompetente. Te juro, sólo pensaba en mostrarte el hotel…Sí, ¿no?, es increíble.
Marcos nunca me había molestado con sus repeticiones, sus constantes palabras, abalanzadas con desesperación una encima de la otra como cuerpos en un carnaval. Me importaba poco que se pasara hablando de sí mismo y de las maravillas que me mostraba en esta ciudad de gente que se pensaba tan importante; sólo me interesaba estar acompañado.
Llevaba muchos años merodeando por la ciudad, pero nunca me habían llamado la atención los cafés literarios ni los restaurantes muy sofisticados, ni mucho menos los lounges de los hoteles. Fue por pura casualidad que conocí a Marcos. Él había leído mal unas direcciones y andaba perdido buscando el Hilton Embassy Row en la Massachusetts. Esa noche yo también me dirigía al Hilton y acababa de bajar del Metrobus cuando Marcos me detuvo, primero con su mirada que delataba cierta angustia y después con su ya distintivo ademán de humildad y seguridad a la vez. Me preguntó si estaba cerca del lugar, si lo podía dirigir y me mostró la dirección del hotel.
Por unos momentos quedé en silencio. Mis ojos se quedaron en él estáticos, examinándolo, tratando de descifrar qué tipo de sujeto era éste que se dignaba a hablar conmigo, un viejo envuelto en un abrigo raído y de pasos precavidos. Hacía años que nadie en esta ciudad de comités y comitivas se preocupaba por aquél como yo que disfrutaba de su bien merecida soledad. Le indiqué con mi mano que me siguiera. Luego le dije que yo también me dirigía al Hilton.
–Sí. Este es un lugar un poco pretencioso, pero con cierto aire de libertad –interrumpí su acto mientras continuaba escudriñando a los que se encontraban en The Deck.
–Lo has descrito muy bien… D.C. se presta para eso. Ya los extremos están muy gastados, desde discotecas que parecen parques de diversiones, hasta los clubes privados de los grandes burócratas y ricos de este país… Nosotros, pues, nos movemos en el medio, por eso insisto en lo de bourgeois que ayer mencioné: somos unos petits bourgeois que se pasan la vida tomando gin and tonics y comiendo cangrejos (son fabulosos los blue crabs de la Chesapeake cuando están en temporada, ¿no?,). Oiga, mesero… Por favor, dos gin and tonic…
–Muy bien, ¿con cuál los desea?
–El mío con Tanqueray –dijo Marcos y luego se volteó hacia mí y me preguntó: –¿Con cuál quieres el tuyo?
Yo miré al mesero y le dije Bombay, pero el mesero se quedó mirando sin parpadear a Marcos.
–Bueno, ya lo oyó. Y si puede esta vez, échele sólo una cascarita de limón al mío.
Al mesero no le cambiaba la expresión de confusión en el rostro. Sus ojos se movían de Marcos al asiento desocupado frente a él y no comprendía la insistencia de que el vacío le respondiera el nombre de alguna ginebra. Ya estaba nuevamente confirmado: en toda esta capital, Marcos era el único que podía ver a una vieja alma errante como la mía.
Imagino que mi silencio y mis miradas cansadas le bastarían como respuestas a sus preguntas.
–Ja, es cierto… Un nombre rimbombante, bourgeois, por decirlo así. Vaya, ¿aún no me crees? Bueno, ese es tu problema… ¿Te tomas algo?
–Ya sabes lo que pasa cuando pedimos dos –le recordé.
–Estupideces de la gente… Bueno… Sí, un gin and tonic, por favor y, ah, que sea Tanqueray. Perfecto, gracias… En qué estábamos. Pues, qué te parece, entonces, ajá, sí, ¿vamos mañana jueves a El Savoy?... ¿A las seis, después del trabajo? Entonces, ya, listo.
No le sugerí hora ni remotamente hice gesto alguno que le indicara que aceptaba su propuesta. Él seguía totalmente inmerso en sus palabras. Le extrañaba que un recién llegado a la ciudad como él conociese los lugares que hacen a esta ciudad, arrebatada del pantano, ciudad. Para él eran establecimientos en boga no porque se abarrotaban de gente decía, sino porque se presentaban aquellos con los que realmente querías estar.
Sorbía su trago con entusiasmo mientras sus ojos exploraban sobre mi hombro el inmenso vestíbulo que se abría a mis espaldas. Le daba tanto gusto escucharse a sí mismo que noté los rápidos movimientos de su mano izquierda: sólo el dedo pulgar sostenía su quijada mientras los restantes cuatro parecían tocar un instrumento invisible, hecho de aire. Sin embargo, y a pesar de mi silencio, a la hora de irme supe de todas maneras que mañana me lo encontraría en otro hotel de esta sórdida ciudad, esta vez en El Savoy.
* * *
En la esquina de la avenida Wisconsin con la calle Davis está El Savoy. Veo a Marcos llegar en un taxi y al bajar lo saludo de lejos. Me hizo una señal para que lo siguiera: la barra preferida de Marcos en El Savoy era The Deck y se encontraba justamente a un costado del hotel, en un pequeño recinto semioculto por arbustos de hojas menudas y puntiagudas. En el lugar había unas diez o doce mesas con su correspondiente sombrilla. La mitad de ellas estaban ocupadas: “¿Viste? ¿Qué te dije? A esta hora es perfecto”. Yo me mantenía detrás de él.
–Es increíble… Jamás pensarías que estás al borde de la calle. Ja, casi ni la sientes y se respira con tranquilidad, con pureza, ¿no crees? –Marcos continuaba con su número igual que ayer. Yo sólo miraba su espeso cabello negro y sus largas patillas que se juntaban a una barba en pleno apogeo.
Los reunidos en The Deck intrigaban. No eran bellos (en realidad, sólo la bartender y uno de los meseros podían considerarse así), pero sus gestos, sus miradas y confianza ocultaban las grandes orejas, los dientes fuera de lugar y los inmensos lunares indiscretos.
–Hoy en el trabajo, bien mal: me tuvieron haciendo llamadas para cancelar citas, enviar los documentos que había dejado mi jefa en yo no sé qué archivo… Sí, mi jefa la incompetente. Te juro, sólo pensaba en mostrarte el hotel…Sí, ¿no?, es increíble.
Marcos nunca me había molestado con sus repeticiones, sus constantes palabras, abalanzadas con desesperación una encima de la otra como cuerpos en un carnaval. Me importaba poco que se pasara hablando de sí mismo y de las maravillas que me mostraba en esta ciudad de gente que se pensaba tan importante; sólo me interesaba estar acompañado.
Llevaba muchos años merodeando por la ciudad, pero nunca me habían llamado la atención los cafés literarios ni los restaurantes muy sofisticados, ni mucho menos los lounges de los hoteles. Fue por pura casualidad que conocí a Marcos. Él había leído mal unas direcciones y andaba perdido buscando el Hilton Embassy Row en la Massachusetts. Esa noche yo también me dirigía al Hilton y acababa de bajar del Metrobus cuando Marcos me detuvo, primero con su mirada que delataba cierta angustia y después con su ya distintivo ademán de humildad y seguridad a la vez. Me preguntó si estaba cerca del lugar, si lo podía dirigir y me mostró la dirección del hotel.
Por unos momentos quedé en silencio. Mis ojos se quedaron en él estáticos, examinándolo, tratando de descifrar qué tipo de sujeto era éste que se dignaba a hablar conmigo, un viejo envuelto en un abrigo raído y de pasos precavidos. Hacía años que nadie en esta ciudad de comités y comitivas se preocupaba por aquél como yo que disfrutaba de su bien merecida soledad. Le indiqué con mi mano que me siguiera. Luego le dije que yo también me dirigía al Hilton.
–Sí. Este es un lugar un poco pretencioso, pero con cierto aire de libertad –interrumpí su acto mientras continuaba escudriñando a los que se encontraban en The Deck.
–Lo has descrito muy bien… D.C. se presta para eso. Ya los extremos están muy gastados, desde discotecas que parecen parques de diversiones, hasta los clubes privados de los grandes burócratas y ricos de este país… Nosotros, pues, nos movemos en el medio, por eso insisto en lo de bourgeois que ayer mencioné: somos unos petits bourgeois que se pasan la vida tomando gin and tonics y comiendo cangrejos (son fabulosos los blue crabs de la Chesapeake cuando están en temporada, ¿no?,). Oiga, mesero… Por favor, dos gin and tonic…
–Muy bien, ¿con cuál los desea?
–El mío con Tanqueray –dijo Marcos y luego se volteó hacia mí y me preguntó: –¿Con cuál quieres el tuyo?
Yo miré al mesero y le dije Bombay, pero el mesero se quedó mirando sin parpadear a Marcos.
–Bueno, ya lo oyó. Y si puede esta vez, échele sólo una cascarita de limón al mío.
Al mesero no le cambiaba la expresión de confusión en el rostro. Sus ojos se movían de Marcos al asiento desocupado frente a él y no comprendía la insistencia de que el vacío le respondiera el nombre de alguna ginebra. Ya estaba nuevamente confirmado: en toda esta capital, Marcos era el único que podía ver a una vieja alma errante como la mía.
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