II. Sanguchito para continuar
2.2
Rebuscamos por los anaqueles y mesas de las cuatro o cinco librerías miraflorinas que entramos. Yo recordaba el momento en que nos habíamos conocido hace ocho años en la biblioteca de nuestra universidad. Los dos nos encontramos en el punto donde la literatura nos hermanaba como peruanos: Mario Vargas Llosa. Ambos queríamos leer algo del escritor arequipeño porque estábamos cansados del inglés. El tomó Conversación en la Catedral y yo, La tía Julia y el escribidor lo que, semanas después, luego de habérmela terminado empecé a decir Varguitas (como, por ejemplo, "ese Varguitas, es un maestrazo") cada vez que me refería a él en las discusiones que solía tener con Rabel y otros amigos. Ese día yo no buscaba libros de él ni de otros autores del boom y no es porque ya Varguitas (¿ven?) no siga representando lo que fue. Es que una vez descubres la lectura, el afán es de continuar haciéndolo e ir probando nuevos mundos o más bien, acariciando pieles --porque la palabra siempre es como una piel-- es una tentación difícil de evitar, por lo que las lecturas iniciales, aunque les guardas cariño, no te provocan como las fronteras de nuevos o desconocidos escritores. Ahora yo realmente me dedicaba a buscar la forma de perder a una mujer. Escuchaba a Rabel pero pensaba en otra. Buscar el olvido es una actividad sublime. Y yo lo hacía de esta puertorriqueña que me hacía pensar en Cortázar con amor y no con la indiferencia que siempre lo había tratado. Entrar a las librerías era excusa para probar si realmente me había olvidado de ella y de lo atrasado que estaba en mi afán de publicar. Me sentía perdido: 30 años y ningún libro. Ninguna reseña ni placer de ver, tan siquiera, el cortísimo nombre mío en la cubierta de un cuaderno perdido entre títulos de verdadera importancia. Mi nombre solo al lado de las fotos de mis comidas, de mis status de Facebook, de mis míseros tweets. Mi nombre solo al lado de un amor que nunca quise que fuera. Solo así podía olvidarla: enumerando mis fracasos, lo que me parecía, muy en el fondo, algo divertido.
2.3
Días después, me comí dos sánguches en Mientras Tanto, un local improvisado sobre la Avenida Grau en Barranco para pasar la tormenta desatada entre los herederos del fallecido Juanito, nombre también de uno de los bares más emblemáticos de este distrito y de toda Lima y centro de la controversia. Un bar tradicional en los que se evoca, cada vez que uno entra, un brillante recuerdo colectivo que siempre se ve más lúcido a pesar del polvo y de los años.
Fueron dos los sánguches de esa noche: uno de jamón del norte (cuya sutilezas se me escapan cuando tengo que compraralos con los otros jamones que lo acompañan en las vitrinas de toda bien respetada sanguchería peruana) y el otro de asado (improbable no pedir uno de estas belleza: la versión peruana de la boricua carne mechada). Fueron sánguches fríos, de carnes guardadas sobre el mostrador, detrás de un cristal, a la temperatura fresca de las calles barranquinas. En la TV estaba el juego Perú-Paraguay de las clasificaciones mundialistas. Cusqueña helada a pesar del frío (esto era principios de octubre en un año en que el frío no quería despegarse de Lima, adherido sin tregua sobre la ciudad hasta el verano, como todo un Lucho Ponce y su comida) y a pesar de estas carnes desprovistas de calor pero inmensamente sabrosas. La diferencia con otros tipos de sánguches similares redundaba en el pan: óvalos levemente crujientes en el exterior y suaves por dentro, a pesar de la noche.
Era un viernes, Barranco y yo. Sánguches sin queso, fríos, y una Cusqueña: Barranco en octubre. Llevaba ya unas semanas de vuelta al papel del extranjero (quizás el mejor que me queda). Sin compañía, por supuesto, manoseando a Lima sin guante ni lubricante. Recorriéndola sobre su truncada columna vertebral, el Metropolitano, financiado gracias al Banco Mundial y que ahora pasa por la misma ruta que alguna vez tomara el tranvía (tan ineludible de la memoria de mi papá) hoy largamente desaparecido desde 1965.
Afuera de Mientras Tanto, aunque el mar no estuviese justo en frente del negocio, su sabor y olor se había quedado con las callecitas barranquinas. El vaho marino era como un manto sobre mi cabeza. Vaho que me acompañó dos semanas después, esta vez a Miraflores.
2.4
Horas antes, si mirábamos a los condominios que uno por uno se levantaban, como hongos, sobre el cielo miraflorino --y sobre las antiguas casas señoronas que alguna vez ocupaban esos espacios) hubiésemos visto la humedad del mar, como un humo blanco, espectral, enredándose sobre los balcones. Rabel no me acompañó esta vez. Más bien caminaba junto a una nueva amiga, Lupe. Nos internábamos por las calles residenciales de Miraflores para dar con El Enano, una juguería y sanguchería en la esquina de la Arica con la Chiclayo.
Había visitado el lugar antes, pero cuando esa primera vez escuché el nombre, rápido lo asocié con la palabra chaparro e, irremediablemente, con la comida mexicana. En aquella ocasión, mientras me acercaba al lugar, todo --la localización a modo de 'L', toldos verdes guareciendo a los comensales que se sentaban sobre sillas altas de bar, atornilladas al piso; el menú escrito en tablas enmarcadas a lo largo del borde superior de las paredes y la tipografía del nombre-- me hizo acordar de algunas de las taquerías de Puerto Rico que se encuentra al borde de las carreteras. Creía que mi intuición estaba errado hasta que, luego de leer la totalidad del menú, pude comprobar que luego de la larga lista de sánguches (fácilmente unos 20 ejemplares distintos), proseguía la pequeña e improbable sección de enchiladas y tacos. Con el honor en alto, pude comprobar que las trampas asociativas de mi mente no habían fallado. Capaz el dueño, el famoso enano, era mexicano. Pero no, el triunfo sirvió de poco. El Enano era peruano y como tal poseía un cruel apodo a la peruana enfocado en su debilidad más evidente: el hombre era, según me han contado, un verdadero enano. Esta persona trabajó por varios años como encargado de la bodega de enfrente y siempre quiso hacerse de la esquina que todos los días, tardes y noches veía al cruzar la calle. Ese lugar que hoy es el lugar que muchos limeños llaman la "mejor juguería del mundo". Y sanguchería puede que también, pues, ¿en qué otro lugar sino en el Perú las a veces relegadas hamburguesas entran a la carta de los sánguches sin miramientos? Ahí están, algunos dirán, rebajadas, agolpadas, contra otras especies de sánguches, pero yo creo que se les hace un favor enorme. Tan enorme como la hamburguesa hawaiana (con dos rodajas de piña levemente glaseadas) que tuve que comerme y que he seguido recordando con mucho cariño. Sino, pregúntenle a Lupe.
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