sábado, 2 de enero de 2010

Ver las cosas de cerca

La foto tomada en la cocina de la casa vieja donde salen todas las chicas es una ventana a las miradas pasadas. Les observo los ojos, la expresión que forman sus pómulos y los dientes amurallados de unas y los labios más cerrados que abiertos de otras. Al fondo otra ventana (la física y real) donde se ve la sutil luz del año 1987. Luego de tanto tiempo imagino lo que ni ellas (ni el fotógrafo) pudieron imaginar: las miradas delatan historias, pero más lo hacen la manera en que las cuatro (sí, esas son todas las chicas) están abrazadas, en cómo entre la del permanente y la del traje amarillo hay un espacio bastante amplio para observar el fregadero sin ningún plato sucio. El leve vapor que se eleva en el trasfondo derecho indica no sólo la cocción de algún alimento (y la envidiable calidad de una cámara 35mm), sino que todavía nadie ha comido, que esperan por lo que se avecina.

Detrás de la foto no hay fecha escrita ni comentarios, pero todo es tan 1987. Las ventanas Miami blanquísimas, el modelo de la licuadora espiando detrás de la que tiene jeans y camisa a rayas, la pollina de la del traje amarillo, el desgaste mismo de los colores de la fotografía, los dedos ensortijados de la única que no lleva maquillaje y me mira como si recordara ese año tanto como yo. Lo cierto es que ahora, por toparme con este álbum, un escurridizo recuerdo empieza a latir en mi memoria. Una de las sortijas de la desmaquillada fue un regalo mío; la foto, ya me acuerdo, la tomó su hermano, Víctor. Yo no estaba en esa reunión, una pena porque la madre de ambos preparaba un arroz con salchicha salvaje; eso fue, seguramente, lo que comieron. Todas tenían entre 16, 17 años.

Pasaba mucho tiempo con Víctor, no sólo por ser compañeros de universidad y luego de trabajo, sino porque la inmesurable pequeñez de su hermana, con esos ojos penetrantes negros y dedos cortos, como palitos que necesitaban de una mano grande para recogerlos y así evitar que se derramaran por el suelo, me causaba el siguiente padecimiento: perderme en la novedosa zona de un deseo desconocido.

O quizás prohibido, porque la hermana de Víctor crecía en mi cuerpo de casi treinta años y yo crecía dentro del de Víctor de apenas unos veintitantos. Fuimos buenos amigos, Víctor y yo. Y por el lado la inasible hermana suya transplantaba noviecitos con el afán de un horticultor. A mis años yo no sufría por esto ni por imaginármela en labios de otros, más bien aprovechaba cualquier encuentro con ella para afanarle un lindo cumplido y así, en la próxima vez, darle una cadenita, una diadema, una pulserita o esa sortijita que me mira desde la foto de aquel año 87.

Al Víctor lo dejaba en sus cosas. Salíamos, nos divertíamos y yo no perdía la ocasión para preguntarle de su hermanita, de sus clases, de si ya la dejaban salir hasta tarde. Una noche dejé que me abrazara más de lo normal porque en su camisa la olía a ella, notaba el detergente de ropa que inundaba maravillosamente cada prenda que se lavaba en su casa con una fragancia de flores. Empecé a olerlo profundamente cuando se me pegaba al cuerpo y notaba como sus latidos subían el volumen de sus extremidades. Le preguntaba todavía de los planes de la unviersidad de ella, de su carrera, y cómo es posible que quiera ser ingeniero, es tremenda carrera y en nuestro país no hay muchas, pondrá el nombre de las mujeres en alto. Inclusive, luego de habernos besado, Víctor y yo, de habérnoslo dado en público, en el club al que siempre lo acompañaba y no haber sentido ningún tipo de asco como alguna vez pensé, tuve la casi increíble suerte de, días después, acompañar a su hermana a una diligencia que tenía que cumplir. Entonces pude ver en sus negros ojos el para nada insondable destello de la picardía. Esa tarde ella nunca cumplió con lo que tenía que hacer. Horas después ambos le explicamos a su familia y a Víctor que nos habíamos perdido y que para colmo, una patrulla nos había detenido y que luego del llanto incontrolable de ella, nos había dejado ir sin ningún boleto.

A los dos días ella salió hacia el extranjero. Al principio me asusté y pensé que ella habría divulgado los sucesos de esa tarde en la que finalmente pude aguantarle de un sinnúmero de posturas los menudos dedos de su mano y que por eso sus padres encolerizados la habrían castigado con un pasaje de ida y no de vuelta. Inclusive esperé a que Víctor llegara con la intención de provocarme algún daño, pero en su lugar hicimos el amor casi tan rico como se lo hice a su hermana.

A veces uno se imagina y hasta cree que la vida puede tomar giros telenovelescos, pero no. Lo que si sucede al ver las cosas de cerca es la contraindicación siguiente: detener los quehaceres de un sábado de principios de año, sentarse frente a un álbum, y tomar finalmente conciencia que las vidas pasadas no guardan eternamente el silencio.

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La tribu errante