Ritmo lleno de mar pero también de río. Nada de frío. La música me hace sudar aunque no quiera, aunque tenga mi traje planchadito, recién salido del dry-cleaner. No me detengo. ¿A estas alturas de la noche --y del baile-- detenerme? Ella, sin decírmelo, me dice que no. No te pares. Sigue no más. Sus pies me hablan, sus saltitos, el sudor frío que se le condensa uniformemente en una húmeda lámina sobre su pecho. Alrededor se sigue bailando. No hay excusa de horas, tragos ni distancias. Al baile lo que es del baile y a mí a seguir esforzándome con todo y el nudo de la corbata puesto (que por alguna razón irracional reúso sacarme). Ya el saco está enredado sobre los arbustos cercanos a la pista de baile, las mangas enrolladas y mi pañuelo refrescándose en el espaldar de una silla. Aquí el calor es fúrico aunque la noche de repente te dedique una brisa.
''Yo dedicando soy malo, pero sin buscarlo salgo premiado. Siempre encuentra el que menos busca'', creo que alguna vez llegué a escribir en la pared de un bar. Recién me había encontrado de frente con las letras de Chico Che en una loable canción dedicada a su saxofonista Eugenio Flores cuando perdió su saxo justo antes de la presentación del grupo. Había pasado una mala noche y en vez de hacer una locura escribí eso. Una nota anónima en un millón, es cierto, pero una trasgresión igual. Como cuando la cumbia me fue seduciendo gracias a mis viajes a Iquitos. Aún los pies se me traban, aún me río con los saltitos, pero mi mente toma caminos desconocidos cuando la escucho. Chico Che un grande de la cumbia mexicana. Lo vine a escuchar ya tiempo después; sus letras son aptas para las paredes y así hice más de una vez. Pero antes, mucho tiempo antes, en mi escasa y condensada cronología de años llegó Wilindoro Cacique. Aprendí que de la selva a la tragedia hay un corto paso. La cumbia proporciona el balance entre estos extremos, matizando la selva con un prolongado intermedio de vacilón. En la tierra donde es difícil predecir cuándo el río subirá o qué mordida echará a perder lo que tienes de vida, la cumbia es agua de vida, respiro de un casi ahogado. Y la cumbia de Wilindoro no es para vertirla sobre paredes, mesas, ni mucho menos puertas de baños. Wilindoro y su ay, ay, ay rescata a cualquiera del marasmo de la cibertrofia y nos hace valorar aquellas pequeñas tiernas cosas que nos hacen humanos. Como un baile rico sobre la pista blanca. Como bailar cumbia sin pisar los pies. De seguir explorando lo extraño, pero ir también reinventando lo hartamente conocido.